Si a nadie se le pasaría por la cabeza aplicar a sus hijos ningún tratamiento médico que no ha sido rigurosamente probado, o que no haya pasado el control de todos los organismos y agencias gubernamentales e internacionales, ¿por qué no se exige lo mismo cuando hablamos de prácticas educativas? Esta es una pregunta que deberíamos hacernos todos los que estamos involucrados en el ámbito educativo, ya sea como docentes, familias, alumnos, investigadores o gestores.

El crecimiento personal, social y profesional de las personas está muy influido por su implicación en la educación, una actividad humana. Por lo tanto, es crucial que la evidencia científica constituya la columna vertebral de la toma de decisiones educativas. La calidad, la eficiencia y la eficacia deben guiar la educación, y nuestros niños y la sociedad no deben quedar limitados por la intuición, el azar o los caprichos políticos del momento.

Sin embargo, la realidad es que muchos métodos educativos implementados en las escuelas no tienen evidencia científica sólida o incluso tienen evidencia en su contra. Por ejemplo, algunos métodos de lectura, enseñanza de matemáticas, evaluación o atención a la diversidad todavía se utilizan a pesar de que las investigaciones demuestran que son ineficaces o que existen mejores alternativas.

¿Por qué está pasando esto? Hay varios factores que pueden explicar esta situación, como la falta de formación de los docentes en cuestiones clave de investigación educativa,  la presión social, la necesidad de buscar milagros ante determinados contextos o, simplemente, la influencia de intereses comerciales que, por desgracia, mediante sus «expertos», imponen determinadas prácticas. Pero lo anterior no implica que no haya una responsabilidad compartida de todos los agentes educativos, que deberíamos exigir y promover una cultura de la evidencia científica en educación.

¿Qué podemos hacer para lograrlo? Algunas acciones que, siempre en mi humilde opinión, podrían contribuir a este objetivo son las siguientes:

  • Fomentar la investigación educativa de calidad, que sea relevante, rigurosa y replicable, y que se difunda de forma accesible y transparente.
  • Formar a los docentes en el pensamiento crítico, el método científico y la evaluación de la evidencia, y facilitarles el acceso a las fuentes de información fiables y actualizadas.
  • Implicar a las familias y al alumnado en el proceso educativo, informándoles de las prácticas basadas en evidencias y de sus beneficios, y escuchando sus opiniones y necesidades.
  • Establecer mecanismos de control y rendición de cuentas que garanticen que las políticas y los programas educativos se basan en evidencias y se evalúan periódicamente.

La educación es un derecho fundamental y una herramienta poderosa para el progreso de las personas y de la sociedad. Por eso, debemos exigir que se apliquen las mejores prácticas posibles, basadas en el conocimiento científico y no en la improvisación o el dogmatismo. Solo así podremos garantizar una educación de calidad para todos.

Pero bueno, qué sabré yo…

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