En educación ya no basta con enseñar, ahora parece que hace falta llevar el carnet que te certifique como miembro de la tribu correcta. Si no te lo han dado, tranquilo. Hay toda una corte de jueces pedagógicos dispuestos a decidir si eres digno o no de llevar la medalla de “buen docente”.

Funcionan como notarios de la pureza educativa. Reparten carnets con entusiasmo, como si estuvieran en una tómbola. Hoy toca el carnet de innovador. Mañana el de inclusivo. Pasado el de crítico. Y si no entras en la categoría que ellos consideran adecuada, automáticamente pasas al grupo de los sospechosos: reaccionario, retrógrado, enemigo de la escuela del futuro.

El problema no es que opinen. Opinamos todos. El problema es la superioridad moral con la que convierten sus etiquetas en dogma. No hay matices. O entras en su molde, o quedas fuera. Y lo curioso es que, casi siempre, quienes más reparten carnets son los que menos pisan un aula real. A la mayoría de ellos les sobra Twitter y les falta tiza.

Los jueces de la pureza educativa saben mucho de hashtags y congresos. Manejan la jerga con soltura y sueltan anglicismos como quien reparte confeti. Pero cuando rascas, descubres que su experiencia práctica suele ser mínima o irrelevante. Hablan de proyectos que nunca probaron, de metodologías que solo conocen de oídas y de alumnado que parece existir únicamente en sus powerpoints.

Y, por supuesto, siempre tienen el carnet de “buen docente” bien visible. No importa que su trayectoria profesional esté más llena de casualidades felices que de méritos comprobables. No importa que sus investigaciones huelan a refrito o que sus prácticas no aguanten dos semanas en un aula complicada. Lo importante es el carnet, la etiqueta, el certificado invisible que ellos mismos se cuelgan.

Mientras tanto, los docentes de carne y hueso siguen en las aulas lidiando con realidades que no caben en ningún carnet. Con chavales que no han abierto un libro en semanas, con familias desbordadas, con contextos sociales muy complicados y burocracia que ha crecido, desde la LOGSE, como la mala hierba. Y ahí, en medio del barro, los carnets valen lo mismo que una medalla de cartón… absolutamente nada.

Lo perverso es que estos jueces no se conforman con exhibir sus credenciales. Necesitan repartirlas, señalar quién entra y quién no en la tribu de los buenos. Y el que se atreve a discrepar ya sabe el precio. Será etiquetado como enemigo de la educación, como reaccionario que se resiste al cambio. El carnet negativo, el de “apestoso”, también lo reparten con entusiasmo.

Pero la educación no se construye con carnets, se construye con práctica, con errores, con paciencia y con sentido común. El respeto no lo otorgan las etiquetas inventadas por cuatro iluminados, lo otorgan los alumnos cuando, después de mucho trabajo, empiezan a comprender algo que antes no entendían. Esa es la única credencial que vale la pena.

Así que sí, que sigan los jueces repartiendo carnets desde sus tribunas digitales. Que sigan inflando sus egos con etiquetas de cartón. Mientras ellos discuten a quién certifican como docente válido, otros seguirán enseñando, corrigiendo, motivando, frustrándose y volviendo a intentarlo. Porque al final la educación no la sostienen los carnets, la sostienen los que están en las aulas con todo lo que eso implica.

Si estos jueces de la pureza educativa fueran tan buenos como creen, no tendrían tiempo para repartir carnets. Estarían demasiado ocupados enseñando o aprendiendo cómo enseñar.

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