Lucía llegó a su aula a las 9:02.
Clase 2º ESO B.
Nombre de grupo inofensivo.
Pero nada lo es a esas horas.
Llevaba su cuaderno, un plan de clase subrayado por colores, tres bolígrafos, y una esperanza del tamaño de una fotocopia a doble cara.
Al llegar, TORREZNO ya estaba sentado en la última fila, en modo invisible.
Nadie lo veía.
Pero él lo veía todo.
Al fondo del pasillo, las puertas se abrían.
El alumnado se acercaba.
Lucía respiró hondo.
Ensayó su sonrisa profesional frente al cristal de la puerta.
Miró al techo, como pidiendo cobertura emocional.
Y entonces… entraron.
Primero tres.
Luego cinco.
Después una avalancha.
Uno con auriculares, otra con el móvil, otro preguntando si podía ir al baño antes de sentarse.
Lucía intentó ordenar el caos con la mejor voz que pudo:
—¡Buenos días, chicos! Poneos donde queráis.
Error 1.
TORREZNO lo apuntó.
Nunca empieces con libertad.
Es como tirar confeti antes del desfile: no lo recoge nadie.
Los alumnos se ubicaron… donde querían.
En grupos.
En pasillos.
En ventanas.
Uno tumbado sobre dos sillas como si aquello fuera su salón.
Lucía sonrió de nuevo.
Y dijo:
—Bueno, vamos a empezar. Me llamo Lucía y voy a ser vuestra profesora de…
—¿Tú eres nueva? —preguntó un valiente.
—Sí —dijo ella, aún sonriente.
—Se te nota. —contestó él, sin levantar la vista.
Lucía tragó saliva.
Abrió el cuaderno.
Se equivocó de página.
Lo volvió a abrir.
TORREZNO notó cómo el aula se volvía líquida.
Los murmullos crecían.
Alguien pasaba un papel.
Otro leía en voz alta la etiqueta de la botella de agua como si fuera Shakespeare.
Lucía subió la voz.
—Por favor, prestad atención. Vamos a hacer una pequeña actividad para conocernos.
Error 2.
Nunca digas “pequeña actividad”.
Ellos oyen: “tiempo libre sin consecuencias”.
Intentó la dinámica del ovillo de lana.
No funcionó.
Intentó una lluvia de ideas.
Se convirtió en tormenta.
Al fondo, una alumna levantó la mano:
—Profe, ¿esto va a contar para nota?
Lucía dudó.
—No… pero…
—Entonces paso.
Silencio.
Ruido.
Risas.
La profesora se sentó un segundo.
Miró su cuaderno.
Lo cerró.
—Vale. Vamos a empezar de nuevo.
Pasa lista.
Uno no responde.
Otro dice:
—A mí me llaman “el Nano”. Si dices mi nombre real, no contesto.
TORREZNO sonrió.
No con burla.
Con ternura.
Lucía aguantó.
Se recompuso.
Tiró la planificación.
Sacó una hoja en blanco.
Y dijo:
—Vamos a escribir lo primero que se os pasa por la cabeza al oír la palabra “profesora”.
El silencio fue breve.
Después, lluvia de respuestas.
Unas absurdas.
Otras tiernas.
Una escribió: “guía”.
Otra: “enemiga”.
Otro: “la que tiene la llave del baño”.
Lucía apuntó todo.
No corrigió.
Solo escuchó.
Y ahí, sin querer, empezó a dar clase.
TORREZNO lo anotó en su bitácora: “La primera vez nunca es como te la explican. Es más salvaje, más torpe, más real. Pero también más mágica. Enseñar empieza cuando dejas de intentar controlar y empiezas a conectar.”
Cuando sonó el timbre, Lucía seguía sentada.
El aula se vació.
Y ella se quedó mirando una de las hojas.
Un alumno había escrito:
“Profe, aún no sé cómo te va a ir, pero molas.”
Y eso bastaba por hoy.
TORREZNO se despidió en silencio.
Y cerró con una frase escuchada mientras salían los chicos: “Ey, la nueva no grita. Raro.”
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