Llevo un tiempo reflexionando acerca del concepto de innovación educativa. Acerca de lo mediático, lo efímero y lo realmente útil. Viendo como, a día que pasa, me estoy volviendo más conservador y arriesgo menos en mis clases. Reflexiones que, debido a la experiencia acumulada, a revisiones continuas de hemerotecas y al trampantojo continuo de lo que algunos nos están vendiendo, hace que apueste por una desinnovación de la innovación actual.
No tiene ningún sentido sumarse al carro de los innovadores. No tiene sentido planteárselo todo como algo para romper lo «tradicional» para hacer, curiosamente, algo más tradicional si cabe. Desde el momento en que innovación es ver vídeos por internet con estrategias para aprobar los exámenes de forma muy sencilla, mecanizar la realización de proyectos o establecer, de forma más o menos exhaustiva, un mayor control en los datos mediante rúbricas variopintas, tengo muy claro que esto no va conmigo. Ni conmigo ni, por suerte, con la mayoría del profesorado de nuestras aulas.
Estamos haciendo revisionismo del revisionismo. Volviendo a dar vueltas al mismo discurso y centrándonos, por osmosis con lo que sucede en otros ámbitos, en repintar lo que ya ha estado pintado antes de dejar secar la primera pintura. Imprimimos fuerza a un discurso basado en herramientas, centrado en personas y premiando, dotando de altavoces mediáticos o premios de entidades que nadie sabe qué pintan en educación. Dando valor a proyectos que, fuera de las redes sociales o los delirios de algunos, no tienen ningún sentido ni valor. El aula, como siempre, la gran olvidada.
Docentes culpabilizados y culpabilizándose de no saber innovar. De no saber subirse a un tren en marcha con destino desconocido. Modelo de criptomonedas educativas al máximo mirador. Algunos solo buscan ser recordados por lo que venden que hacen y no por lo que hacen realmente. Es más fácil decir que hacer. Es más fácil culpabilizar a un sistema con muchísimos fallos, que ponerse a reivindicar lo que realmente puede ser útil en educación. Es muchísimo más fácil debatir acerca del uso de Instagram en el aula en Twitter, que ponerse a pedir que se reduzcan ratios, se mejoren las infraestructuras, se dote de tecnología con sentido y se establezcan marcos curriculares diseñados por gente que sepa. Qué fácil es la innovación de salón. Qué fácil sería ponerme a escribir en este blog acerca de neurotrolas, dar clases con pijama o decir que si un alumno no aprende, o bien es culpa de los docentes o bien de las familias. O bien de ambos. Es que echar balones fuera mola mazo. Bueno, hay balones que uno no controla. Menos todavía en contextos tan líquidos como el educativo. Incluso hay gente que gana pasta vendiendo el concepto de «modelo líquido».
Hoy es mi día completo. Empiezo a las ocho y veinte con un primero de ESO en el aula de informática para que continúen con el proyecto de Scratch del segundo trimestre, sigo con Tecnología Industrial de sgundo de Bachillerato en el que repasaré Karnaugh para simplificar puertas lógicas, después dos horas con el PMAR en el que no tengo ni idea todavía de qué voy a hacer (tengo una hora libre en la que tengo que pensar si me meto con prácticas de circuitos o sigo con el huerto) y, para finalizar el día, una optativa de Robótica en tercero de ESO con un grupo variopinto en el que cada día es una sorpresa. Éste es mi planning de hoy. Innovación a tope. Bueno, va a ser que no. Gracias a mi experiencia quizás pueda sobrevivir otro día más. Sí, soy culpable de vivir en una gestión educativa del caos. Con alumnado positivo, negativo e indiferente. Con un cansancio que vamos acumulando todos a marchas forzadas este curso. Supervivencia intentando que el alumnado aprenda. Ésta es la realidad. El que diga lo contrario, ¡miente!
Si queréis os cuento en Twitter anécdotas guays, me hago el profe que mola o digo que, como lo llevo todo cuadriculado y he pasado este fin de semana preparando las clases como si fuera un poseso, va a salir todo de lujo. Pues va a ser que no. De repente, especialmente esos días como hoy que duermo poco, me da por reflexionar en voz alta acerca de la realidad de la docencia, del aula y de lo mal que algunos nos sabemos vender. Con lo bonito que sería comentar libros sobre educación que no me he leído, hacer podcasts de lo mismo para hablar de lo mismo con los mismos, copiar artículos de blogs en la lengua de Shakespeare, vender las bondades de la pedagogía Waldorf, hablar de los estilos de aprendizaje o, simplemente, pensar acerca del chascarrillo que voy a publicar en las redes sociales.
Nada, esto de la innovación educativa actual es igual que denominar «interrupción de la relación matrimonial» al resultado haberte pillado trincando con otro/a. Prefiero innovar en diferido, al menos así me ahorro el tostón porque, al final me da la sensación de ser el único que ve que esto de la innovación educativa es solo las ganas de no querer pensar en mejorar la educación. Pero bueno, no me hagáis mucho caso ya que, como os he dicho antes, hoy he dormido francamente mal y lo que escribo, casi siempre, son solo pajas mentales.
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Reconozco que me siempre me he llevado mal con esas «rúbricas variopintas» que significan «un mayor control en los datos». Básicamente porque nadie me ha podido explicar como ponerlas en práctica sin que prevalezcan (por el tiempo que exigen) sobre la actividad docente «tradicional». No niego la importancia de la evaluación justa, pero… así no, y menos si por un lado me exigen aquilatar al milímetro y luego me proponen un sistema en el que esas valoraciones finalmente se tienen muy poco en cuenta. Sobre el papel, como dices, está muy bien, pero llevarlo a la práctica es, para los limitados como yo, inviable.
Yo no puedo con las rúbricas. Me parecen una pérdida de tiempo para acabar, como siempre que se usan, usando el sistema más tradicional de evaluación. Por cierto, resulta curioso que aquellos que defienden las rúbricas por ser más objetivas siempre tengan en los ítems a valorar cuestiones que son totalmente subjetivas.