Cada curso lo volvemos a intentar. Preparamos el plan lector, revisamos los títulos, inventamos estrategias con nombres cada vez más creativos y, aun así, ahí está… ese silencio de página cerrada cuando pedimos al alumnado que lea. No el silencio concentrado, sino el incómodo. El de “¿tengo que?”.

Y, claro, nos frustra. Porque leer no es un capricho, es una herramienta básica para entender el mundo.

Pero algo se ha roto. Y no basta con repetir que “hay que fomentar la lectura”. Eso ya lo sabemos todos. El problema es cómo hacerlo sin fingir entusiasmo o caer en el drama.

Una de las cosas que ha cambiado es que la lectura se nos ha hecho líquida.

Cuando éramos alumnos, leer era una actividad lineal. Principio, desarrollo y fin. Ahora todo está fragmentado. Nuestros chavales leen -y mucho-, pero de otra forma. Capturas de pantalla, memes, subtítulos, mensajes, listas. Su lectura es intermitente, visual, saltarina.

No es que no lean. Es que leen distinto.

Y cuando les ponemos delante una novela de 200 páginas, sienten que les estamos pidiendo cruzar el desierto sin wifi.

No es culpa suya. El entorno ha cambiado y el cerebro se adapta a lo que practica. Si un adolescente se pasa el día saltando entre estímulos, su atención no está preparada para una historia larga.

Por eso no sirve de nada quejarse de que “antes leíamos más”. Lo que hay que preguntarse es cómo devolver el placer de leer en un mundo que ya no tiene paciencia.

En demasiados colegios se confunde leer con decodificar.

Leer bien no es entonar bonito ni pasar páginas rápido, es entender, conectar, cuestionar.

Un alumno que lee El Principito y solo recuerda que hay un zorro no ha leído… ha pasado por encima.

Por eso, lo importante no es tanto que lean mucho, sino que hablen de lo que leen. Que discutan, que discrepen, que se rían, que digan “no me gusta” y puedan explicar por qué.

El hábito lector no nace del silencio impuesto, sino de la conversación.

A veces, el mejor plan lector es una charla sin PowerPoint sobre un libro que te removió algo por dentro. Eso vale más que cualquier ficha.

No se ha de estar en contra de las lecturas obligatorias porque, en el debate eterno acerca de imponer lecturas o dejarlas libres hay una trampa.

Si todo es obligatorio, la lectura se convierte en castigo; pero si todo es libre, la mayoría no elige nada.

La solución está, como casi siempre, en el equilibrio. Clásicos, sí, pero acompañados, explicados, contextualizados. Y libros nuevos que conecten con sus intereses sin bajar el nivel.

A veces, el truco está en cómo se presenta.

Si les decimos “hay que leerlo porque toca”, ya lo hemos perdido. Si contamos por qué ese libro nos enganchó, algo cambia.

El entusiasmo es contagioso… siempre que no suene a campaña institucional.

Por cierto, leer necesita tiempo y silencio.

Lo repetimos hasta aburrir… ¡hay que fomentar la lectura! Pero luego no reservamos ni un solo minuto real en el horario para hacerlo. Entre tutorías, talleres, evaluaciones y actividades, el tiempo de leer desaparece.

Y sin tiempo no hay hábito.

El cerebro necesita pausa y concentración sostenida para disfrutar de la lectura. Leer cinco minutos entre dos timbres no sirve. Leer veinte, sin prisa ni interrupciones, cambia la historia.

El silencio también educa. No el silencio obligatorio, sino el que surge cuando una historia te atrapa y no quieres que nadie hable. Ese silencio, el de verdad, hay que protegerlo.

Nadie se cree a un adulto que dice “tenéis que leer” mientras no abre un libro desde hace meses. El alumnado tiene un radar infalible para la incoherencia.

Si queremos que lean, hay que leer nosotros. Y contarlo sin postureo… “Estoy con este libro, me gusta por esto, me está costando por esto otro”.
Mostrar que leer también puede ser difícil, que no siempre apetece, pero que merece la pena.

A veces basta con dejar un libro encima de la mesa, abierto, y que te pregunten qué estás leyendo. Ahí, en ocasiones, puede empezar la magia.

Nos hemos obsesionado con justificar todo. Leemos para mejorar la competencia lingüística, para aprender vocabulario, para desarrollar la empatía. Vale, todo eso está bien.

Pero también se puede leer porque sí. Leer no tiene porque ser útil. Porque una historia te hace reír, o llorar, o simplemente desconectar del mundo un rato.

No todo tiene que ser útil. Leer por placer también educa. Y si conseguimos que alguien asocie los libros con un rato agradable y no con una nota, ya habremos ganado.

Ahora está de moda decir que “cualquier lectura es buena”.

Y sí, hasta cierto punto. Pero también hay que tener criterio. No toda lectura desarrolla pensamiento crítico. No toda lectura alimenta. Un adolescente que solo consume hilos de teorías conspiranoicas o frases motivacionales también está leyendo… pero eso no lo convierte en lector.

El trabajo del docente está en acompañar sin censurar, pero también sin rendirse al “da igual”.

No da igual.

Un buen libro puede cambiar la forma de mirar el mundo; un mal mensaje repetido, también.

También debemos dejar espacio para elegir.

A veces basta con ofrecer opciones reales. Tres libros, tres estilos, tres caminos. Que elijan uno, que lo defiendan, que lo recomienden a otros. La elección crea implicación.

Y ojo. No hace falta que sean obras modernas o “de jóvenes para jóvenes”.

A veces, Crónica de una muerte anunciada conecta mejor con un grupo de 15 años que la última saga juvenil.

Lo importante es no subestimar su capacidad del alumnado entender cosas complejas. El problema no es que los libros sean difíciles, sino que a menudo los tratamos como si lo fueran demasiado. O, simplemente, pensamos que el alumnado no va a ser capaz de entenderlos.

Finalmente dos cuestiones importantes: leer en voz alta y recuperar el sentido de comunidad lectora. Si logramos que la lectura deje de ser tarea individual y se convierta en experiencia compartida, algo cambia.

No necesitamos más días del libro ni más murales de citas célebres. Necesitamos tiempo real para leer, adultos que lean, y respeto por el silencio. Y un poco menos de dramatismo.

Porque, a veces, lo que más motiva a un alumno es ver a su profe sentado leyendo sin obligación, solo porque le apetece.

Ahí está la lección. Y no hace falta rúbrica para evaluarla.

No me gustaría finalizar el artículo de hoy sin deciros que soy profesor de Tecnología, actualmente fuera del aula y que, quizás no sea el más indicado ni el que cuente con más experiencia de aula acerca de incentivar la lectura entre el alumnado. Eso sí, estoy convencido de que leer y comprender es la clave para mejorar los aprendizajes de nuestro alumnado. Y que, aparte del aula es importantísimo el ejemplo fuera de ella. Coged un libro y que vuestros hijos os vean leyendo. Eso vale más que cualquier cosa que podamos hacer desde el aula.

Podéis descargaros mi último libro en formato digital, TORREZNO 3PO: un alien en educación, desde aquí.

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3 comments
  1. Básico todo lo que comentas. Los profes debemos predicar con el ejemplo y facilitar esa magia de la conexión con una buena lectura o aventura. Gracias

  2. Hola Jordi
    Ja fa tres anys que he deixat «activament» el món de l’escola encara que els teus articles segueixen engantxant-me prou. Molt bon article sobre la lectura. Hi han paraules molt interessants sobre aquest món com són el «silenci» i el «pensament crític». Paraules que es mereixen un atenció molt especial.
    Gràcies una vegada més per els teus escrits envers l’educació.

  3. No se preocupe, estimado profesor Jordi. Tal vez no sea un especialista o investigador de la lectura, pero sin dudas, buen lector es. Usted ha dado las claves para una buena didáctica de la lectura y pasos concretos para su incentivo. Es eso mismo. Saludos desde Brasil.

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