Resulta curioso que un concepto, acuñado desde hace unos años para insultar o desprestigiar a un nutrido grupo de docentes, se haya convertido en la actualidad en algo que denote pedigrí. Sí, en la escuela del siglo XXI ser profesaurio es un honor. Un honor, más por lo que representa el concepto, que por la mediatización casi inexistente de un colectivo cada vez más numeroso.

¿Qué representa ser un profesaurio en la actualidad?

Pues en la actualidad ser profesaurio representa saber de su asignatura, creer en que los mejores docentes son los que más saben y cuestionarse siempre qué es lo mejor para dar clase. Sabe que la clase magistral no es leer el libro de texto. En muchos casos son los que más huyen de los libros de texto (salvo para apoyo puntual) y más elaboran sus propios materiales. Tampoco se apuntan a ninguna moda por el hecho de ser más o menos mediática. Escapan de los cursos de (de)formación acerca de metodologías mágicas y se intentan apoyar en evidencias científicas, teniendo en cuenta la limitación de las mismas al tratarse el ámbito educativo de un ámbito social.

Jamás planifican el curso sin conocer a su alumnado. Si ven que algo no les funciona, se adaptan para conseguir que el alumnado aprenda. Están en contra de la marginación de las humanidades en el currículo y se cuestionan las leyes educativas con independencia del partido que las apruebe. Saben que un docente de Geografía e Historia es poco adecuado para dar Lengua Castellana (y a la inversa). Entienden la bajada de ratios como una necesidad. Y respetan sus derechos laborales y de los otros trabajadores.

Leen mucho. Cada día consultan las noticias, más allá de los titulares. Tienen una elevada cultura cinematográfica y musical más allá del último estreno de Marvel o del reggaeton. Sin excluir, claro está, que un día puedan perrear o acudir a la última película de Spiderman. No cuestionan a las personas y sí a lo que dicen o hacen. Piensan antes de hacer, a diferencia de otros que hablan antes de pensar. No son inmovilistas. Pueden cambiar de opinión. No son tecnófobos ni tecnófilos. Son docentes que usan lo que necesitan en cada momento y si la tecnología les complica la vida la dejan de usar. Al igual que en caso de que se la facilite.

No se casan con nada ni con nadie. No les gustan las sectas. No les gusta el concepto de «innovación». Les gustaría que la administración contara con los docentes, el alumnado y las familias para decidir cosas acerca de cómo debe ser la educación. No son reacios a que les evalúen. Eso sí, quieren que se les evalúe de forma lo más objetiva posible.

Están en contra de los cortijos educativos. De la autonomía de centro que implique seleccionar al profesorado o imponer una metodología. Son partidarios de la democracia en los centros educativos. De la necesidad de potenciar los Consejos Escolares. De buscar lo mejor para el alumnado. De no injerirse, salvo petición, en el trabajo de sus compañeros. Ávidos de debates educativos de altura. No cometen habitualmente faltas de ortografía. Salvo, claro está, cuando el corrector se empeña en hacerlo por ellos o por la inmediatez de las redes sociales. Sí, muchos profesaurios están en las redes sociales.

Cuestionan la aparición de la OCDE y del Banco Mundial en la toma de decisiones educativas. No creen en que deban ser las multinacionales las que certifiquen la capacidad profesional de un docente. Están en contra de las insignias y de la taxonomización, tanto del profesorado como del alumnado.

Me da la sensación de que a algunos se les ha acabado el discurso de estigmatización al profesaurio. Más que nada porque, a poco que alguien rasque un poco, descubrirá asombrado que los menos innovadores son los que más se las dan de ello.

Ser profesaurio en el año 2021 es ser el EduPunk de hace algo más de una década. Y eso va mucho más allá de un triste hashtag.


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