A veces las redes —esas que antaño fueron ventanas y ahora parecen trincheras— tenían luz. No la luz de los focos ni la del ego, sino esa otra, más tenue y cálida, que llega sin querer y se cuela en los rincones de la pantalla. Esa era la luz que traía ella.
No hacía ruido. No necesitaba hacerlo. Bastaba un tuit, una respuesta amable, una reflexión que te hacía pensar o algo que te arrancaba una sonrisa en mitad del caos. Era de esas personas que convertían Twitter —cuando todavía nos atrevíamos a llamarlo así— en un lugar habitable. En un espacio donde todavía había diálogo, humanidad y ganas de aprender.
Hoy nos ha dejado. Y no, no hablo solo de su partida física, que también duele y pesa. Hablo de la desaparición simbólica de quienes sostenían, sin saberlo, un trocito de lo que fue la red. De lo que fuimos todos antes de cansarnos. Antes de que X se convirtiera en ese páramo donde los algoritmos premian la crispación, los matices se extinguen y el ruido ahoga cualquier intento de conversación sincera.
Su marcha duele porque era real en un entorno cada vez más falso. Porque iluminaba sin pretenderlo. Porque cuando debatía, lo hacía con respeto; cuando disentía, lo hacía desde el afecto; cuando enseñaba, lo hacía sin necesidad de títulos ni medallas. Era, sencillamente, una buena persona en un lugar que ya casi ha olvidado lo que eso significa.
Y mientras escribo esto, pienso que su ausencia es también metáfora de algo más grande. De una pérdida colectiva. Twitter era —o quisimos que fuera— un espacio para aprender, para compartir, para tejer comunidad. Hoy X es un espejo roto de todo eso. Un lugar donde los que gritan más alto creen tener razón, donde el odio se viraliza y la empatía se marchita a golpe de trending topic.
No sé si ella lo habría dicho así, pero sospecho que lo habría entendido. Que habría sentido esa misma tristeza silenciosa al ver cómo se apagan las conversaciones, cómo las cuentas de antes van cayendo una a una, cansadas del ruido o del cansancio emocional que provoca estar expuesto todo el tiempo a lo peor del otro. Porque al final lo tóxico no se queda en la red; se filtra. Nos impregna. Nos cambia la mirada. Nos hace menos capaces de escuchar.
Y sin embargo… todavía quedan pequeños reductos. Rincones donde la gente sigue compartiendo saberes, lecturas, proyectos, dudas. Donde todavía hay quien escribe para construir, no para destruir. Lugares donde la luz, aunque tenue, resiste. Quizá ese sea el legado que ella deja. Recordarnos que aún podemos ser comunidad, que aún hay espacio para la bondad digital, que no todo está perdido si seguimos cuidando esos hilos invisibles que nos conectan.
Ella no buscaba likes. Buscaba sentido. Buscaba conversación. Buscaba humanidad. Humanidad que se trasladaba fuera de las redes. Y tal vez eso sea lo que más necesitamos ahora… recordar que detrás de cada avatar hay una persona, con su historia, sus miedos y sus ganas de ser escuchada.
Hoy el timeline está un poco más oscuro. Pero si algo nos enseñó es que la luz no desaparece del todo: se transforma, se reparte, se multiplica en los que la vieron brillar alguna vez.
Que la tierra —y las redes— te sean leves.
Ya son muchas las personas buenas que se van demasiado pronto. Juanma, Débora, Alberto,… y ahora Ana. Dejan mucho tras de sí. Y no solo en X que, como he dicho antes, se ha convertido en un triste reflejo de una sociedad cada vez más enfrentada. Un enfrentamiento que nos acaba fagocitando, en cierta manera, a todos.
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