Cada día se publican artículos, entrevistas y debates sobre educación. Se habla de metodologías, de leyes, de ideologías, de currículos. Y, mientras tanto, las aulas siguen llenas de alumnos y alumnas que intentan aprender, de profes que intentan enseñar, y de una rutina que rara vez aparece en los titulares.
La sensación es que el debate educativo se ha separado tanto de la realidad que cuesta reconocer que hablan de lo mismo.
Hay quien lleva años sin pisar un aula y opina con total seguridad sobre cómo deberían funcionar. Los hay que convierten cada conversación en una cruzada ideológica, como si enseñar matemáticas dependiera del color político. Y están los que predican revoluciones pedagógicas desde lugares donde el timbre nunca suena. Todo eso genera ruido. Mucho.
Pero ese ruido no enseña a leer, ni a razonar, ni a convivir.
Dentro de un aula la vida es menos épica y más humana. Hay cansancio, humor, frustraciones, pequeñas victorias y derrotas que no se publican en ninguna parte. Ahí no hay discursos sobre innovación, ni informes comparativos. Hay personas. Profesores que improvisan, adaptan, repiten lo que no funcionó, celebran cuando un alumno levanta la mano después de semanas callado. Eso es educación. Lo demás, comentarios sobre educación.
Quizá deberíamos empezar a distinguir entre hablar de educación y hacer educación. Hablar de ella es cómodo. Permite pontificar, acusar, opinar desde la distancia. Hacer educación es otra cosa. Es preparar clases, escuchar, aguantar días malos, encontrar la manera de llegar a quien parece desconectado del mundo.
Y eso no suele tener likes.
También está esa manía de convertir cualquier idea en etiqueta. Si hablas de esfuerzo, eres un retrógrado; si mencionas creatividad, un ingenuo; si defiendes la disciplina, un fascista. Las etiquetas son un modo rápido de no pensar. En el aula no sirven. Allí las cosas no se dividen en buenos y malos, antiguos o modernos. Allí o enseñas o no enseñas. Y el alumnado lo nota enseguida.
Otra trampa es confundir innovación con espectáculo. Llevamos años viendo cómo se lanzan metodologías milagrosas que prometen cambiarlo todo. Algunas funcionan, otras no. Pero las que funcionan lo hacen no por la teoría, sino por quien las aplica con sentido común. Ninguna innovación sustituye la coherencia, ni la relación personal entre quien enseña y quien aprende.
En el fondo, el aprendizaje sigue siendo lo de siempre… curiosidad, esfuerzo, acompañamiento. Lo demás son adornos.
Quizá lo más preocupante es que el foco se ha desplazado. Se habla de educación como si fuera un fenómeno mediático, algo que ocurre en conferencias, en informes internacionales o en redes sociales. Pero lo importante sigue pasando dentro del aula. Lo importante es cuando un grupo entiende algo, cuando un alumno vuelve a intentarlo después de fallar, cuando una profesora consigue que su clase escuche durante cinco minutos sin mirar el reloj. Eso no se mide en informes, pero es lo que sostiene el sistema.
La educación no necesita más discursos, necesita más tiempo. Tiempo para preparar bien una clase, para hablar con compañeros, para reflexionar sin que todo se convierta en burocracia o en debate ideológico.
No hace falta callar a nadie, solo volver a mirar hacia dentro. Volver a mirar lo esencial.
Porque mientras muchos discuten si la escuela debe ser más tradicional o más moderna, más tecnológica o más humana, hay miles de docentes enseñando en silencio, sin etiquetas, sin alardes. Y, aunque no lo parezca, ahí está la verdadera innovación… en quienes siguen creyendo que enseñar todavía vale la pena. No en los que se van de una red social por tóxica, vuelven solo para recibir likes porque nadie les hace ni caso en la nueva, escriben sus libros en horario laboral, los desempaquetan en la sala de profesores o emiten, continuamente, TikToks dentro de su aula. Ni tampoco en aquellos que se pasan el día acusando a los que están en las aulas que no comulgan con lo que ellos creen que debería ser la educación.
Disfrutad del sábado y no me seáis malos. Bueno, a diferencia de otros, yo sí que creo en la libertad que tiene cada uno de hacer. Por tanto, mientras no perjudiquéis a terceros, sed un poco malos.
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Me podéis encontrar en X (enlace) o en Facebook (enlace). También me podéis encontrar por Telegram (enlace) o por el canal de WhatsApp (enlace). ¿Por qué os cuento dónde me podéis encontrar? Para hacerme un influencer de esos que invitan a todos los restaurantes, claro está. O, a lo mejor, es simplemente, para que tengáis más a mano por dónde meteros conmigo y no tengáis que buscar mucho.
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