Me gusta el arroz con cosas y sin ellas. Soy de los que disfruto, o más bien disfrutaba porque se ha cerrado la sesión de paella dominical, ingiriendo esa paella de pollo y conejo tradicional que, de forma tan maravillosa, se cocina en ese bajo medio destartalado pero con más pedigrí que muchos lugares supuestamente lujosos. Por cierto, se ha cerrado puntualmente. Las letanías dominicales volverán cuando empiece a rebajarse un poco el calor del verano. Calculo, a ojo, en septiembre. Pero ya digo… ¡a ojímetro!
Con el arroz combina todo. Hay personas a las que les gusta el arroz duro y a otros aquel que ha soltado parte de su almidón. Y no pasa nada. Bueno, sí que pasa para los puristas. Especialmente para aquellos que no toleran que a alguien le pueda gustar un arroz pasado o falto de una mínima cocción. Pero bueno, de talibanes hay en todos los lugares. Talibanes de lo que es correcto y de lo que no. De ese arroz con cosas que les encanta y aquel que desprecian. E insisto, no es malo que a dos nos gusten arroces diferentes. Lo malo sería que alguno pusiera al mismo nivel mi paella dominical de lo que venden en uno de esos supermercados envasado, congelado o no, como paella. Hay ciertos límites. Al igual que el del chorizo o el pimiento. Bueno, lo del pimiento es negociable porque hay zonas de mi tierra de adopción que lo ponen. Repito… ¡no pasa nada!
Yo no sabría hacer una paella tradicional. Ni tradicional ni sin tradición. Reconozco mis límites. Unos límites que pueden llegar a un arroz tres, cuatro, cinco o seis delicias. O, tirando de manual, un arroz a la cubana con su huevo y su tomatito. Eso sí, siempre escogiendo arroz del bueno. De ese que, aunque cueste un poco más en el súper, acaba valiendo cada euro de más invertido en él. La materia prima es muy importante. Siempre lo ha sido. Con buena materia prima es mucho más fácil que un arroz con cosas salga bien. Y no necesito ninguna investigación, más o menos sesuda, que lo avale.
Hacer de vieja del visillo cuestionando los arroces con cosas que hacen terceros, cuando acaban cumpliendo su función, escondiendo la receta de la auténtica paella, convierte esa necesidad en algo enfermizo. Tan enfermizo como no comprender cuál es la función principal de ese arroz con cosas, tradicional según territorios (en Alicante no se hace la paella igual que en mi tierra -y ya no entro en la fideuá norteña y en el tipo de fideos-). Un arroz con cosas que lo importante es que cumpla su función. Funciones que van desde el disfrute hasta la simple necesidad de alimentación. Un arroz con cosas que, por mucha vieja del visillo que dé su opinión desde detrás del mismo, acaba siendo imprescindible en nuestra gastronomía.
No creo que haya escrito tan crípticamente como para no poder entenderse lo que subyace tras ese arroz con cosas. Pero bueno, al final, es que ni el arroz con cosas ni las viejas del visillo son lo realmente importante. Lo importante son las personas con las que compartes ese arroz con cosas y la capacidad que tengas de ignorar a esas viejas del visillo que, especialmente en determinados momentos de la elaboración del arroz con cosas, intentan demostrar lo mucho que saben del asunto y que van a cuestionar el resultado antes incluso de que hayas ido a comprar los ingredientes.
Voy a dar una vuelta por la playa. Me lo merezco. Y si no es así, tampoco pasa nada. Simplemente es algo que me apetece hacer. Y así poder lucir mi cuerpo escultural forjado, en parte, gracias a una gran cantidad de arroces con cosas que he comido a lo largo de mi vida. Viejas del visillo… ¡sentid envidia!
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