Hoy voy a embarcarme en una aventura literaria sin precedentes: un viaje al fascinante mundo de la nada. Sí, habéis leído bien. Hoy voy a escribir un artículo para no hablar de nada en particular. De hecho, si esperáis encontrar alguna reflexión educativa profunda, una crítica mordaz sobre el sistema educativo o una anécdota, os pido disculpas por adelantado. No tengo nada que decir. O más bien me apetece no decir nada.
A veces, especialmente en los últimos tiempos, tengo momentos en los que la inspiración o las ideas deciden tomarse un período de vacaciones sin avisar. Si me estáis leyendo últimamente, seguramente habréis visto que ando muy flojo de ideas. El problema es que escribir para mí es un vicio. Lo reconozco. Eso sí, enfrentarse a una pantalla en blanco, con la mirada perdida y las manos en el teclado, mientras estoy escuchando alguna canción de esa que solo voy a comentar en pequeño comité, es complicado. No es excusa. Me he enfrentado a esa pantalla un montón de veces pero, quizás en los últimos años jamás haya estado tan cansado como ahora. O quizás, más que cansado, presionado por una vorágine de trabajo como la actual. Quién sabe.
Así que. Ya veis. Aquí estoy intentando componer algo que, conforme estoy escribiendo, veo que no tiene contenido. Ya es que ni lo estoy disimulando. Si quisiera hacerlo podría hablar de la importancia del equilibrio entre forma y contenido porque, claro, la forma puede salvar un poco la falta de fondo. Bueno, en estos momentos, creo que ni esto.
En este momento me ha venido media inspiración. Podría hablar sobre la importancia del silencio en la educación, pero sería traicionar el espíritu del artículo. Así que, voy a intentar evitar caer en esa trampa. En lugar de caer en ella voy a aprovechar las pocas líneas que me quedan antes de que acabe la tercera canción del álbum, para reflexionar sobre la nada. Sobre ese concepto etéreo que ocupa un lugar importante en este momento de escritura.
La nada puede abrumar. La nada me observa conforme voy escribiendo. Y la nada es tenaz. Muy tenaz. Tan tenaz que insiste en que deje de escribir porque no tengo nada que decir. Sinceramente tengo poco por decir o, simplemente, como he dicho, no me apetece decir por decir. Para eso podría haber evitado escribir e irme a contar cuatro cosas en X. O subir, en caso de necesidad, cuatro fotos donde se destaque mi orondez, en Instagram.
Creo que estos tiempos en los que vivimos, en los que no tenemos tiempo para lo que nos gustaría, en ocasiones deberíamos contemplar la nada como algo positivo. Después de todo, a veces la nada dice más que mil palabras. Nos recuerda que no siempre hay que estar produciendo, escribiendo, opinando. A veces, es bueno tomarse un respiro y dejar que la mente divague sin rumbo.
También se puede reflexionar sobre el proceso de escritura en sí mismo (no solo en formato blog, también vale para lugares en los que se dice un simple «hola»). Así que, este artículo, ahora que está tan de moda, es una especie de manifiesto, una declaración de intenciones. No pasa nada por no tener nada que decir. Lo importante es seguir escribiendo, seguir creando, aunque sea sobre la nada.
Quizás, solo quizás, en esta maraña de palabras sin sentido, alguien encuentre algún tipo de significado. Puede que piense que no esté hablando de nada en particular, pero quizás sí que lo esté haciendo. Quién sabe.
Terminar este artículo sería tan sencillo como decir que» no escribas cuando no tienes ideas». Pero, claro, eso sería demasiado directo y contradeciría el espíritu de un título molón y altamente viralizable. Así que he preferido la paradoja de escribir sobre la nada. Una paradoja muy interesante que, sinceramente, creo que ha acabado teniendo todo su sentido.
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