Me queda nada para cobrar mi cuarto sexenio y eso significa, para los que no sean docentes en la pública, que llevo casi veinticuatro años ejerciendo mi profesión. Los últimos tres cursos, como ya sabéis los que me seguís por aquí, trabajando fuera del aula en la Conselleria de Educación de mi tierra de adopción. Veinticuatro años en las que he visto numerosos Decretos, Leyes Orgánicas y Resoluciones, amén de Instrucciones para aburrir, junto con múltiples metodologías «innovadoras», herramientas y apuestas educativas que, según los que las proponían/vendían iban a revolucionar la educación. Por cierto, la mayoría de esas cosas que he ido viendo, ahora están totalmente desaparecidas de los discursos mediáticos. La obsolescencia educativa está a la orden del día.

No entiendo que en veinticuatro años de profesión ninguna administración educativa haya apostado por realizar una evaluación global del sistema educativo. No me cabe en la cabeza que no existan planes educativos, salvo honrosas excepciones que se desmontan cuando hay cambio de cromos en el gobierno de turno (una pena), que vayan más allá de esos carajillos que se toman algunos cuando se levantan con una idea que solo es válida en su cabeza. Eso sí, mejor siempre el carajillo o consultar con un experto de cabecera que, con suerte pisó el aula en el Pleistoceno, que contar con los profesionales de la trinchera. Los grandes olvidados. Con problemas comunes que no solucionan las ideas carajilleras ni la profusión de unicornios. Y ya no digamos las pajas mentales que se montan algunos.

Evaluar el sistema educativo consiste en primer lugar en parar las rotativas. En dejar de publicar normas y memeces en diarios oficiales para, con mucho sentido común y después de un diseño realizado por gente que sepa, asesorados por los que deben aplicar ciertas cosas, ponerse a aplicar esas cosas en centros piloto y comprobar sus resultados frente a otros centros educativos, de contextos similares, que no apliquen esa medida. Entonces sí que se podría descartar o extrapolar la medida al resto de centros educativos. Eso sería hacer las cosas bien. De manera profesional. Y, al igual que se exige a los docentes profesionalidad, se debería exigirse a los que plantean ciertas cosas.

Por cierto, evaluar la manera de hacer las cosas en el aula (incluyendo adaptaciones curriculares, estrategias metodológicas, de mentorización, diseño de grupos multinivel no agrupados por edad,… o cualquier otra cosa que pueda/deba probarse), no excluye no evaluar al docente que da clase. El docente debería contar con una evaluación objetiva y con un apoyo constante por parte de equipos de «riesgo». Sí, estoy convencido de que, aparte de necesitar mejorarse la coordinación en los centros educativos, debería contarse con un equipo de docentes que, validados en sus praxis y habilidades, fueran por los centros educativos a echar una mano. Llámese inspección pedagógica o el término que sea. Añado, la evaluación debería hacerse y ser menos de papeles y más de objetivos a conseguir. No vale pasar una encuesta para preguntar como ha salido tal cosa. Las encuestas, para evaluar algo, son un auténtico despropósito. Algo que sabe cualquiera que tenga un mínimo conocimiento de investigación.

Es importante desburocratizar los centros educativos. Es importante incidir en qué y cómo se aprende. Toca plantearse un discurso técnico más allá del ideológico. Quizás menos emocionante el asunto que el ir probando cosas cada cierto tiempo pero mucho más efectivo en los objetivos que pretenden conseguirse. Y no lo olvidemos… el objetivo básico del sistema educativo es tener al alumnado más capaz para que dicho alumnado mejore la sociedad en su conjunto.

Quizás haya dicho muchas tonterías en el post pero habiendo estándares imposibles de cumplir, un currículo que solo se reformula por presiones ideológicas y no por necesidades del alumnado, múltiples metodologías que se prueban sin ningún tipo de control, una falta de «buena» investigación educativa, una evaluación muy pobre basada en pruebas que no evalúan nada, un arrojar experimentos grosso modo sin planes de pilotaje,… y así hasta un número infinito de decisiones, correcciones e innovaciones que, al final, lo único que sirven es para innovar sobre la innovación y volver a la casilla de salida, quizás no sean tantas.

Antes de tomarse decisiones en el sistema educativo, evaluemos qué hay. Tomemos un punto de partida. Establezcamos un diseño pausado para cambiar lo que no funciona y potenciar lo que lo hace. Investiguemos. Preguntemos a los docentes de las aulas, a los alumnos y a las familias. Hagamos un mejor sistema educativo de forma ordenada porque, al final, lo que llevamos haciendo estas últimas décadas es, salvo para aquel alumnado que ya tiene apoyo familiar y ha tenido la suerte de nacer con unas ciertas habilidades, un auténtico despropósito. Parar en ocasiones es necesario. Y ahora tocaría evaluar qué hay y plantearnos dónde queremos llegar.


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