Nadie puede discutir acerca de la necesidad de modificar algunas prácticas educativas para conseguir un mejor aprendizaje de nuestros alumnos. Nadie puede decir que en nuestro sistema educativo todo funciona maravillosamente bien. Ni, tan sólo se puede afirmar, como dicen algunos, que un sistema que sigue dejando fuera del mismo a 30 de cada 100 alumnos sea mantenible bajo las mismas condiciones y premisas. No obstante lo anterior conviene ir con mucha precaución a la hora de cambiar lo que no funciona no sea que, tal y como se está demostrando en algunos centros educativos (incluso mediante sus propias evaluaciones del proyecto -Escola Nova 21, Projecte Horitzó 2020, etc.), lo que estemos haciendo sea precisamente cometer los mismos pecados que achacamos al modelo que estamos tratando de sustituir. Bueno, seamos sinceros, quizás convendría retomar el sentido común y analizar caso por caso qué y cómo podemos mejorar las estrategias educativas antes de ponernos a recuperar metodologías que ya fracasaron en un pasado o, reinventar la rueda mediante postulados que tienen mucho de estrategia empresarial y muy poco de afección real.
Desde el punto de vista de la religión implantada a fuego en nuestros centros educativos podríamos extrapolar esos pecados que se comentan en la misma a la innovación educativa que se nos está vendiendo. Ya no es sólo el cometer ciertos pecados, es la afección de los mismos en nuestros alumnos y, de rebote, en el futuro de nuestra sociedad.
La soberbia
Definida como “sentimiento de superioridad frente a los demás que provoca un trato distante o despreciativo hacia ellos” está a la orden del día en muchas ponencias de los intelectuales de la innovación. No hay discurso innovador que se precie que no trate de considerar a quien no innova -o no lo hace siguiendo las reglas marcadas a fuego por unos estándares que algunos deciden- como un docente inferior. Sí, la soberbia de la innovación educativa está a la orden del día. Cuando alguien se considera mejor que otro por el simple hecho de gamificar su aula, poner vídeos a sus alumnos para que los visualicen en casa o, incluso, llegue al extremo de considerar su herramienta como fantástica frente a la que usan los que no pertenecen a su cuerda, es que existe un problema. Dárselas de superior y, especialmente en casos de personas que no dan clase o llevan muchos años sin dar, es un hándicap para el cambio.
La avaricia
Hay dos tipos de innovadores: los generosos y los avaros. Los primeros se lanzan a compartir sus experiencias en la red, los segundos intentan sacar beneficio propio a todo lo que están vendiendo como solución mágica a todos los problemas educativos. El afán de ganar mucho dinero vendiendo libros, pontificando en charlas e, incluso, mintiendo descaradamente para conseguir lo anterior y despreciando a quien se atreve a cuestionarle, es algo cada vez más extendido en el colectivo innovador. Coge el dinero y corre. Por cierto, en caso de no funcionar el crecepelo, hay algunos que cada cierto tiempo cambian la formulación del mismo y el encapsulado del producto. Lo importante, el dinero. Lo prescindible, el compartir experiencias por el simple hecho de compartirlas.
También existe la avaricia mediática. La necesidad de controlar los medios de comunicación y llenarlos de experiencias innovadoras. Saturar el mercado de palabras y supuestas soluciones avaladas por empresas del sector educativo o tecnológico. Controlar la cuota de mercado (léase la introducción de la herramienta o dispositivo X de forma masiva) y conseguir que todo lo que se venda quede obsoleto a las horas de haberse producido su venta. Lo importante el negocio, lo secundario el alumno.
La envidia
El innovador no soporta que alguien lo esté haciendo bien en su aula. Lo único que funciona es lo que él vende. La envidia le corroe cuando ve que un blog tiene más visitas que el suyo, que sus enlaces promocionales se han desplomado o que su libro ya no está en el top de Amazon. También lleva muy mal que llamen a otros para dar charlas. Y ya, cuando le toca en ocasiones volver al aula, se mezcla esa sensación con la soberbia. Algo que provoca la necesidad de critica para volver a estar en el candelero. La fama innovadora es efímera y hay mucho envidioso suelto en en panorama. Por cierto, no es envidia el cuestionar modelos educativos cuando no hay ningún tipo de negocio o necesidad de dárselas de mesías tras lo anterior. Es sentido común.
La ira
Un innovador vive en estado permanente de ira ante cualquiera que se atreva a cuestionarle o cuestionar sus métodos. Se enfada con facilidad y, por desgracia para él, se ve obligado a rectificar los insultos y descalificaciones que vierte en las redes sociales ante quien osa hacer lo anterior al poco. Sí, la ira, a veces, tiene válvula de escape y nubla el cerebro. El problema es que la ira va reñida con el negocio y, en ocasiones, es malo dejarte llevar por ella cuando estás a punto de sacar un libro que debes vender sí o sí para seguir en el top de la innovación educativa. Eso sí, en este caso, curiosamente, la ira la comparten los acólitos del personaje. Si alguien ataca a su gurú, todos sus adoradores se ponen en bloque a atacar a quien ha osado cuestionarle.
La lujuria
La innovación educativa está llena de lujuria. Gran cantidad de productos que estimulan los sentidos y obligan a ser aplicados en el aula. Juegos de realidad aumentada que obligan a basar estrategias educativas en lo anterior, herramientas visualmente maravillosas, equipos que hacen que uno se sienta inmediatamente atraídos por ellos. Y, cómo no, vocabulario propio o anglicismos que hacen suspirar a más de uno por caer en sus brazos sin control.
La gula
Uno no puede parar de consumir innovación. Innovar por innovar es el objetivo. Cambiar prácticas metodológicas antes de que nadie sepa si han funcionado. Inventar y reinventar conceptos para hacer más de lo mismo hasta llegar a un modelo infinito de gestión de insumos. Hambre de innovación. Hambre de hamburguesas que sólo han cambiado el envoltorio. Hambre infinita de mejorar el aprendizaje bajo premisas del cambio continuo. Velocidad e ingesta llevadas hasta el extremo. El consumo como objetivo. La velocidad de dicho consumo como necesidad vital. Uno necesita innovar. Uno no puede parar de innovar.
La pereza
Cuando uno se ha hecho un grupo de “amigos” que innovan con los que intercambia modelos y prácticas se hace muy cansado el plantearse a reflexionar. La reflexión es perezosa. Cuando el hacer deporte se convierte en una enfermedad, el dejar un día de correr se hace imposible. Hay pereza en dejar de correr. ¿Contraproducente? No, porque la pereza no es estado de inanición. Es estado de reflexión y, a veces da más pereza dejar de hacer algo y plantearte sus consecuencias que seguir haciéndolo. Y eso es típico de la innovación educativa. Pereza al reflexionar. Pereza de necesitar tiempo para ver cómo funcionan las cosas.
No es pecado innovar en el ámbito educativo. Lo que sí es pecado es innovar por el simple hecho de que mediáticamente lo están vendiendo o, por motivos que poco tienen que ver con la mejora del aprendizaje de nuestros alumnos. Innovar nunca debería ser el objetivo aunque, da la sensación los que estamos un poco atentos a lo que se está cociendo en nuestro contexto profesional, que se haya convertido en el único fin para algunos.
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