Estos últimos días he seguido tangencialmente, por motivos de falta de tiempo y, reconozcámoslo, cada vez con más hastío al ver determinados (no) debates en las redes sociales, las críticas descarnadas de algunos señalando a alguien que ha expuesto los problemas que supone tener un alumno violento en el aula. Y el peligro que supone ese alumno, no solo para el docente que está dando clase. También para todos aquellos compañeros que están con él.

En el complejo mundo de la educación, siempre hay voces que se alzan para criticar. No importa qué se diga, qué medida se tome, qué innovación se proponga o qué cambio se intente implementar, siempre habrá alguien dispuesto a despotricar. Pero, ¿qué pasa cuando les pedimos que nos iluminen con sus propias soluciones? Ahí es donde la cosa se pone interesante.

Es fácil criticar desde la comodidad del anonimato o desde el apoyo dentro de un grupo de pensamiento único, lanzando dardos envenenados a cualquier propuesta que no encaje con sus doctrinas ideológicas. Estos críticos profesionales parecen tener un doctorado en negatividad, siempre listos para señalar lo que está mal de lo que algunos dicen, pero nunca para ofrecer una alternativa viable. Y cuando se les pide que expliquen cómo lo harían ellos, la respuesta es un silencio ensordecedor, seguido de una rabia y un enfado, trasladada al acoso en manada, que solo delatan su falta de ideas.

La educación es un campo en constante evolución y, por tanto, es natural que haya desacuerdos y debates. Pero la crítica sin propuestas es como una tormenta sin lluvia: mucho ruido, pero nada de enjundia. Es fácil decir que algo no funciona, pero mucho más difícil es proponer una solución que sí lo haga. Y es aquí donde estos críticos se quedan cortos.

Cuando se les pide que expliquen cómo lo harían ellos, se esconden detrás de excusas y evasivas. No tienen un plan. No tienen una visión. Solo tienen su rabia y su enfado. Y es que criticar es fácil, pero construir es difícil. Requiere esfuerzo, capacidad, dedicación y, sobre todo, un compromiso con el cambio y la mejora.

Estos críticos no solo frenan el progreso (porque siempre algunos les acaban haciendo caso), sino que también crean un ambiente tóxico donde el miedo a la crítica paraliza el poder proponer o abordar ciertas cosas. Algunos se ven atrapados en un ciclo de inacción, temerosos de comentar o hacer cualquier propuesta que pueda desencadenar la ira de estos detractores. Y mientras tanto, el alumnado, que son los que más importan, se quedan sin poder ver esas propuestas o reflexiones tan necesarias para poder mejorar las cosas. Sí, hay mucho que mejorar (no solo) en educación. No estamos tan bien como dicen algunos. Ni tampoco, reconozcámoslo, tan mal.

Es hora de decir basta. Si tienes una crítica, también debes tener una propuesta. Si algo no te gusta, ilumíname y dime cómo lo harías tú. Porque la educación no puede permitirse el lujo de quedarse estancada en la negatividad. Necesitamos ideas, necesitamos soluciones, necesitamos personas dispuestas a arremangarse y trabajar por el cambio. Sobran los gurús sin propuestas y los personajillos cuya única máxima es la de que «como este no es de mi cuerda, voy a ir a por él».

Así que, la próxima vez que os encontréis con uno de estos críticos profesionales, desafiadlos. Pedidles que os expliquen cómo lo harían ellos. Y cuando se queden sin palabras, sabréis que su crítica no vale un mojón. Porque, en el mundo de la educación, las palabras vacías no nos llevan a ninguna parte. Necesitamos acción, necesitamos compromiso, y sobre todo, necesitamos soluciones. Soluciones que solo pueden darse desde el debate con propuestas y cosas que se hagan, afectando a lo que sucede en las aulas. Lo demás… ¡puro humo!

Los burros rebuznan. Los jinetes cabalgan. Y otros, a los que nos gusta poco la taxonomización generalista, solo esperamos, después de otra noche de insomnio, que llegue la hora de la paella dominical.


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