Después de haberme zampado, entre pecho y espalda, cerca de siete horas de coche para acabar llegando al mismo sitio del que he salido, me apetece, antes de ponerme a revisar algunas cosas para mañana, hablar de un tema que, durante la solitud del viaje de ida me ha rondado varias veces por la cabeza. Lo sé. Pienso demasiado en cosas relacionadas con el curro pero, entre pensar en la demolición de la casa de Gran Hermano o acerca de mi vida personal, necesitaba un pequeño respiro. Y, por eso, me apetece traeros la reflexión que me he ido haciendo, mientras caía la lluvia (¡vaya Fallas!) acerca de temas relacionados con la digitalización en el ámbito educativo y la recogida de datos del alumnado como herramientas para mejorar el aprendizaje. Os adelanto que tengo sentimientos encontrados. Así que, no busquéis un balanceo hacia un lado u otro en ese asunto.

En los últimos tiempos observo que las herramientas tecnológicas prometen soluciones a problemas cotidianos del aula. Sin embargo, también me surge una pregunta inevitable: ¿qué implicaciones conlleva esta práctica? Tan importante como dar respuesta a la pregunta anterior hay otra: ¿estamos preparados para gestionarla adecuadamente?

A primera vista, la recopilación de datos parece ofrecer soluciones claras. Imaginaos un sistema en el que cada alumno pueda recibir contenido adaptado a su nivel y ritmo de aprendizaje. Herramientas que detecten dificultades de comprensión en tiempo real o señales de desmotivación antes de que estas se conviertan en barreras insalvables. En este sentido, los datos se presentan como una vía para mejorar la calidad educativa y, potencialmente, poder reducir el fracaso escolar.

Además, desde una perspectiva administrativa, contar con información detallada sobre el progreso del alumnado puede facilitar la toma de decisiones en cuanto a recursos, metodologías y estrategias institucionales. Pero, como sucede en cualquier contexto, no todo lo que brilla es oro.

Podríamos contraponer los datos ubicuos y disponibles para los profesionales educativos y la administración en un aula, con un enfoque más tradicional (que no implica que sea ni mejor ni peor), donde la enseñanza y la evaluación dependen exclusivamente de la interacción directa entre el docente y el alumno. Esta dinámica, aunque menos intrusiva a nivel de privacidad, también presenta limitaciones. En un entorno sin datos, los docentes debemos basarnos únicamente en observaciones y pruebas convencionales para identificar las necesidades de nuestro alumnado. Esto puede ser insuficiente, especialmente en aulas numerosas o con recursos limitados. Sin olvidarnos, claro está, de la dificultad para poder identificar patrones más amplios, como desigualdades estructurales o factores externos que impactan en el aprendizaje.

Así que ya veis. Dudo. Por un lado estoy necesitado de datos y por otro tengo dilemas éticos acerca de quién y cómo recopila esos datos.

Eso sí, independientemente de si optamos por recopilar datos o no, ambos caminos presentan desafíos importantes. En el caso de la recopilación, surgen preguntas inevitables sobre privacidad, consentimiento informado y la posible comercialización de esta información. ¿Deberían los alumnos ser tratados como «fuentes de datos»? ¿Podemos garantizar que esta información se utilice exclusivamente con fines educativos y no para intereses externos?

Por otro lado, la no recopilación de datos podría limitar las oportunidades para avanzar hacia una educación más inclusiva y efectiva, especialmente en un mundo donde la tecnología se está integrando en todos los aspectos de nuestra vida.

Quizá lo más importante no sea decidir entre recopilar o no recopilar datos, sino encontrar un equilibrio que respete tanto los derechos del alumnado como las posibilidades que ofrece la tecnología. Esto requerirá, en un futuro inmediato, no solo marcos legales claros, sino también una formación adecuada para los docentes y un diálogo constante con la comunidad educativa.

Al final, lo que está en juego no es solo cómo usamos la tecnología, sino cómo concebimos la educación en su esencia. Y esto, como bien sabemos quienes trabajamos en este ámbito, no tiene una respuesta única aunque a algunos les guste sentar cátedra.

Ya veis que tengo, en muchos aspectos educativos, dudas. Ojalá supiera que todo lo que hacemos, en un sentido o en otro, sirve para mejorar el aprendizaje del alumnado. No lo sé. Lo que sí que tengo claro es que necesito saber qué pasa, tanto en un aula como en todo un centro educativo, para poder saber qué necesitamos para mejorar. Y eso solo me lo van a dar los datos. Datos que deben, en caso de obtenerse, ser fiables, objetivos, recogidos éticamente y trabajados al margen de lo que a uno le gustaría que dijeran.


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