Hoy me voy a alejar de los artículos educativos. Bueno, quizás, como he dicho siempre, todo esté relacionado, directa o indirectamente con la educación. Pero, al menos en el día de hoy me voy a permitir una reflexión, también en clave personal (de hechos que me han sucedido), acerca de la tecnología, la inmediatez y la falta de reflexión antes de darle a un simple «enviar». Y, cómo no, de las consecuencias que se derivan de ello. Consecuencias que, lamentablemente, estamos sufriendo muchos porque, al final, lo de pensar y dejar enfriar las cosas antes de responder de forma incorrecta, es algo que ha sido fagocitado por el contexto híbrido en el que nos movemos.

En la era digital, la inmediatez es una cualidad que hemos llegado a valorar casi como un bien supremo. La rapidez con la que enviamos un mensaje, compartimos una foto o respondemos a un comentario es asombrosa. Pero esa misma velocidad, que parece ser sinónimo de eficiencia, trae consigo un lado oscuro que a menudo olvidamos: la falta de reflexión. Y ese lado oscuro, como he dicho al principio, conlleva que muchas cosas salten por los aires.

Existen plataformas como WhatsApp o redes sociales, en las que nuestras palabras pueden volar más rápido que nuestras ideas. Nos dejamos llevar por un impulso, por una emoción del momento, la frustración tras una discusión, la euforia de una noticia o, simplemente, la necesidad de tener la última palabra. Y lo que parecía una simple respuesta se convierte en un mensaje que no puede deshacerse, en una herida que cuesta cerrar o, en el peor de los casos, en una relación que termina.

El problema radica en nuestra percepción de estas herramientas. Creemos que, al ser rápidas y aparentemente informales, podemos tratarlas como extensiones de nuestro pensamiento inmediato. Pero lo que muchas veces no consideramos es que estas palabras, capturadas en una pantalla, no desaparecen con la misma rapidez con la que las escribimos. Siguen allí, grabadas, esperando ser leídas, interpretadas (o malinterpretadas) y, en ocasiones, recordadas.

No me he aplicado el cuento de mis propias recomendaciones que os voy a hacer a continuación pero, por si os pueden ser de utilidad, aquí las comparto con los que os pasáis por aquí…

Antes de enviar un mensaje, en un momento de alta carga emocional, da un paso atrás. Tómate cinco minutos para respirar, reflexionar y evaluar si lo que estás a punto de enviar realmente contribuye a la conversación o puede causar daño. Recuerda el contexto, ya que lo que escribes no siempre se interpreta de la manera que deseas. Sin el tono, las expresiones faciales y el lenguaje corporal, un simple «ok» puede percibirse como indiferencia, y una broma puede sonar como sarcasmo. Revisa lo que vas a publicar antes de enviarlo. Lee tu mensaje una vez más. ¿Es claro? ¿Es respetuoso? ¿Realmente expresa lo que quieres decir? Y, finalmente, fomenta la comunicación cara a cara. Algunas conversaciones no deberían tener lugar en un chat ni por las redes sociales. Si el tema es importante o delicado, considera hablarlo en persona o, al menos, mediante una llamada telefónica.

La inmediatez puede ser una virtud, pero solo cuando se combina con la reflexión. Nuestras herramientas de comunicación no son intrínsecamente buenas ni malas; depende de cómo las utilicemos. Si aprendemos a valorar no solo la velocidad de nuestras palabras, sino también su impacto, podemos convertir el acto de enviar un mensaje en algo más intencionado y menos impulsivo.

Después de todo, aunque vivimos en un mundo digital, seguimos siendo humanos. Y ser humano es reflexionar, conectar y, sobre todo, cuidar nuestras relaciones. Unas relaciones que, por desgracia y debido a las inmediatez de la tecnología, en ocasiones pueden llegar a desaparecer. O, simplemente, en caso de que no desaparezcan del todo van a costar mucho más tiempo para recuperarlas porque, al final, como sabemos todos, es mucho más fácil destruir que construir. Algo que también sucede en la faceta más humana.


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