El trampantojo, según la RAE, es “una trampa o ilusión con que se engaña a alguien haciéndole ver lo que no es”. Y eso, muy aplicado como técnica pictórica en determinados edificios es lo que nos encontramos en las redes sociales. Un lugar donde, quien más y quien menos, hace un determinado juego de trileros para vendernos la existencia de una bolita debajo de un determinado cubilete.
Resulta curioso como algunos venden determinadas cosas que pasan en sus aulas y/o centros, envolviéndolo como algo fantástico cuando no deja de ser más que lo que se hace habitualmente en todos. No hay hechos extraordinarios. Hay hechos que se hacen extraordinarios porque se vuelven virales en las redes sociales. Y no, publicar determinadas cosas no hace que seamos mejores ni peores profesionales. Simplemente hace que hayamos compartido ciertas cosas, hayamos contado con difusión de esos sesgos que hemos publicado y consigamos, en ocasiones, que eso sea considerado como único punto de vista. Algo que es totalmente falso.
Son tropocientos los tuits diarios publicando esa carta del alumno concreto (que no sabemos, ni tan solo si existe, aunque en algunos casos existirá y en otros no) que dice lo maravillosos docentes que hemos sido. Una ingente cantidad de fotografías de cosas que hemos hecho en nuestras aulas que, curiosamente, en ocasiones para cualquiera que conozca el aula, sabe que es la foto del trabajo de un grupo concreto, dentro del desastre general que ha sido una determinada actividad. Los proyectos, en la mayoría de ocasiones, no pueden generalizarse como un éxito y salvo alguno/s, tienen poco de mediatizables. Lo mismo que los docentes que publican “sus proyectos” que hacen mientras el alumnado está callando mirando cómo lo está haciendo su profe. Es que, como todos sabemos, es mucho mejor vender lo de Juan mientras se hace autopromoción, que el trabajo de Laia, Juan Carlos, Mohamed o Dumitru. Es que las redes sociales lo aguantan todo. Incluso publicar una foto maravillosa de ciertas cosas cuando has tenido un día de mierda. Vale también por quien escribe este post.
No me parece mal que haya docentes que publiquen/publiquemos ciertas cosas en las redes sociales. Me parece muy bien que se compartan proyectos, cosas que se hacen en nuestros centros o, simplemente, idealicemos una profesión que dista mucho de ser idealizable. Eso sí, cuando entramos en el yoísmo, hacemos un panegírico de una bondad o buen hacer que no existe y pretendemos ser evaluados profesionalmente por lo que decimos desde nuestro teléfono móvil, tenemos un problema. Bueno, lo tienen los que se lo creen a pies juntillas.
Siempre me acordaré de aquel docente que antaño seguía en Twitter, muy conocido y actualmente fuera del aula que, curiosamente, solo hablaba maravillas de su trabajo en el aula y que, conforme ha ido pasando el tiempo, solo me han llegado noticias, de aquellos que compartieron centro con él, familias que le tuvieron como docente de sus hijos e, incluso una directora que le tuve trabajando en su centro, que dicen lo contrario de lo que vendía/vende en las redes sociales. Nada, como aquellos que, por lo visto, siempre están pontificando en determinados lugares acerca de lo maravillosa que es esa profesión de la que han huido. O de la que huyen cada vez más a menudo para dar charlas evangelizadoras. Es que, como he dicho siempre, los ceros y unos lo aguantan todo.
No existe una escuela del siglo XXI. Existe un trampantojo educativo del siglo XXI. El alumnado, el profesorado y las familias, por suerte, siguen siendo tan diversos como cuando yo estudiaba. Y lo que (no) funcionaba antaño ahora también (tampoco) lo hace, por mucho que compartamos o pontifiquemos acerca de ciertas cosas en las redes sociales.
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