Hay días en los que uno se sienta en una terraza cualquiera, pide una caña bien tirada, unos torreznos y unas bravas, y contempla el desastre educativo patrio con la misma resignación con la que se acepta que la salsa brava viene en sobre. Todo mal, pero uno sigue comiendo.

Mientras saboreo esa grasa deliciosa que chisporrotea entre dientes y me pregunto cómo demonios hemos acabado teniendo más innovaciones educativas que recetas de alioli (y eso ya es decir), apareció él. Un mapache. Literal. O metafórico. A estas alturas ya no lo distingo. El caso es que se me quedó mirando con cara de «tú también te das cuenta, ¿verdad?». Y sí, colega. Me doy cuenta.

Porque en educación estamos igual que unas bravas mal fritas: blandurrias por dentro, quemadas por fuera y con un pegote de innovación encima que, ni tapa el sabor ni mejora la textura. Todo fachada. Como los torreznos esos que parecen crujientes y luego son chicle. Nos estamos comiendo el sistema con la esperanza de que algún día sepa a algo.

El mapache, por cierto, parecía más lúcido que muchos pedagogos. Observaba con atención. No hablaba. Pero tampoco se inventaba dinámicas de grupo con palitos de helado ni hablaba de «neuroeducación» como si hubiera visto algo más que una publicación de Instagram o un vídeo de TikTok. Su silencio era maravilloso. Más efectivo que muchos claustros eternos sobre cómo implementar la última moda evaluativa que no evalúa nada.

Y es que el problema no es la falta de ideas. Es el empacho de ocurrencias. Esas que llegan desde torres de cristal donde nunca se han comido unas bravas de verdad, ni han pisado un aula con treinta y muchos adolescentes y una pizarra que pita cuando respiras cerca. Todo es estrategia, plan de innovación, diseño universal de nosequé. Y, cómo no, rúbricas que parecen sacadas de un bingo del hogar del jubilado.

Mientras tanto, el profesorado se las apaña como puede, con más burocracia que una oficina de Hacienda. Y sí, seguimos, como quien sigue pidiendo tapas que no están en la carta con la esperanza de que esta vez sí, esta vez lo van a hacer bien.

¿Soluciones? Pues mirad, quizá menos «aprendizaje basado en no sé qué siglas» y más escuchar al mapache. O a los profes. Que llevan años advirtiendo que esto no va, que los planes no se adaptan al aula real y que quizá, solo quizá, lo importante no es el envoltorio, sino que la patata esté bien frita.

Así que, mientras remojo otro torrezno en la salsa (porque sí, soy de los que mezcla sin miedo), me reafirmo… el sistema educativo necesita menos postureo y más calle. Más mapaches observando y menos gurús vendiendo humo. Y, sobre todo, necesita que dejemos de ponerle salsas raras a lo que ya sabíamos hacer bien.

Porque, al final, la educación debería ser como unas buenas bravas: sencilla, honesta y con sustancia.

Lo sé. Se me va la pinza pero, por desgracia, más días como hoy y la pinza ya es imposible de recuperar.


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