Cuando leí ayer el contramanifiesto del Colectivo DIME, titulado «En defensa de la investigación educativa. Una visión amplia de la relación entre teoría y práctica en educación«, en respuesta al «Manifiesto por una Educación Informada por la Evidencia (EIE)«, no pude evitar una mezcla de incredulidad, frustración y cierta tristeza. Incredulidad por el nivel de distorsión con el que se retrata la ciencia. Frustración porque este tipo de discursos, aunque bien intencionados, desinforman más de lo que aportan. Y tristeza porque, en el fondo, se sigue perpetuando una vieja enfermedad de parte de la pedagogía: el desprecio sistemático a la evidencia empírica.

No pretendo dar una respuesta conciliadora en este post. Voy a hacer una crítica frontal. Lo que plantea el colectivo DIME no es una visión crítica de la investigación educativa. Es una regresión al pensamiento mágico, envuelto en el lenguaje amable del pluralismo epistemológico. Y eso es grave.

El manifiesto arranca con un ataque al “mito de la neutralidad científica”. Nada nuevo. Es la misma crítica que se ha lanzado desde el postestructuralismo durante décadas: que la ciencia es solo una forma más de poder. Pero aquí no se trata de discutir si la ciencia es neutra (sabemos que no lo es en términos sociales), sino si el método científico ofrece mejores garantías que la intuición, la tradición o la ideología para tomar decisiones educativas. Y la respuesta es, rotundamente, sí.

Quienes creemos en el uso de la evidencia (no solo) en el ámbito educativo no negamos que haya valores detrás de toda investigación. Lo que defendemos es que, una vez que definimos colectivamente los fines educativos —algo que, efectivamente, compete a la política y a la ética—, es irresponsable no intentar alcanzar esos fines con los medios más eficaces posibles. Lo contrario es una forma elegante de desidia profesional.

El texto de DIME lanza una crítica constante a lo que llaman la “jerarquización de métodos”. Denuncian que se dé “especial consideración” a la investigación causal. Pero la pregunta que nunca responden es, ¿por qué no debería dársele? ¿Por qué deberíamos poner al mismo nivel un estudio longitudinal con miles de estudiantes y un relato autoetnográfico de un aula?

Nadie niega el valor del conocimiento cualitativo. Pero si hablamos de decidir qué intervenciones aplicar en una política educativa, los métodos importan. Y mucho. Cuando un metaanálisis de centenares de estudios muestra que una intervención mejora la comprensión lectora en un 20% más que el grupo de control, eso debe tener más peso que un marco teórico inspirado en Foucault.

No se trata de epistemología. Se trata de responsabilidad.

Uno de los argumentos más repetidos por DIME es que la educación informada por evidencia “invisibiliza” el juicio profesional docente. Falso. Lo que se plantea desde el enfoque EIE es que la experiencia profesional debe dialogar con los mejores datos disponibles, no sustituirlos.

Decir que aplicar prácticas basadas en evidencia desautoriza al docente es tan absurdo como decir que usar antibióticos desautoriza al médico. Nadie quiere robots aplicando manuales. Quiero y necesito profesionales capaces de interpretar, adaptar y aplicar el conocimiento científico con inteligencia y sensibilidad. Lo que no se puede seguir tolerando es que, bajo el paraguas del juicio profesional, se perpetúen prácticas que llevan décadas demostrando ser ineficaces. Ni tampoco despreciar ciertas prácticas que tienen evidencias sólidas de que funcionan.

El manifiesto plantea preguntas aparentemente profundas: ¿qué evidencia? ¿Para qué fines? ¿Para quién? Pero lo que sugiere es más preocupante. Sugiere que cualquier intento de establecer estándares empíricos es sospechoso. Lo disfrazan de pensamiento crítico, pero en realidad es una estrategia para invalidar toda forma de conocimiento que no se ajuste a su marco ideológico.

Este tipo de discurso convierte la educación en un territorio impermeable a la mejora. Si todo es relativo, si toda evidencia es ideológica, entonces nada puede ser evaluado, y cualquier crítica es vista como una imposición neoliberal. Es el mismo tipo de argumento que se usa para cuestionar el cambio climático o las vacunas. Con otra jerga, pero la misma lógica.

Paradójicamente, el manifiesto de DIME se presenta como una defensa de la justicia social. Pero su desprecio a la evidencia empírica tiene consecuencias reales, y son especialmente graves para quienes más dependen de una buena educación: los alumnos de contextos vulnerables.

La investigación internacional es clara. Las prácticas educativas basadas en evidencia tienden a reducir brechas. Ignorar lo que funciona, porque no se ajusta a mi marco ideológico, es un lujo que solo se pueden permitir quienes no pagan el precio de ese error. El relativismo metodológico no es progresista; es profundamente elitista.

No he escrito esto para ganar un debate ni para conseguir likes. Lo escribo porque me preocupa ver cómo discursos como el del Colectivo DIME ganan espacio en facultades, congresos y redes sociales, dejando a su paso un campo educativo cada vez más desconectado de la ciencia y cada vez más entregado al ritual, la intuición y el dogma.

La educación no puede seguir siendo una excepción al principio de evidencia. No estoy en contra de la pedagogía crítica, ni del juicio docente, ni de la complejidad de lo educativo. Estoy en contra de que todo eso se use como excusa para seguir haciendo lo mismo, aunque sepamos que no funciona.

Hay demasiado en juego como para seguir tolerando esta clase de autoengaños colectivos. Ahora ya podéis empezar con la lapidación.


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