Ayer fue el Día Mundial de la Poesía. Tenemos más «días mundiales de…» que días al año. Mis cuentas de las redes sociales se inundaron de grandes lectores de poesía y de personas de una elevada sapiencia. Todo el mundo había leído poesía y era capaz de recitar, en formato tuit, cientos y cientos de estrofas poéticas. Algunas de ellas de autores que ni tan solo había oído mentar en mi tierna juventud. Es que después de esa juventud, en la que por suerte me hicieron leer poesía, no he podido volver a disfrutar con ella. Bueno, no la disfrutaba entonces pero, sinceramente, considero necesario haber leído algo de ella. Lástima que ahora algunos, con toda la buena intención, opten por hacer leer mala literatura por creer que así van a enganchar al alumnado a la lectura. Lo único que se consigue es que, ni se enganchen a la lectura, ni algunos lean nunca nada de una cierta calidad. O, simplemente, ni lean en el futuro.

Es habitual observar, especialmente cuando quien escribe dispone de un dispositivo con conexión a internet a mano, la gran cantidad de sabiduría que se posee. Grandes eruditos que, prácticamente, conocen de todos los temas. Capaces de relacionar cualquier cosa. Capaces de encontrar respuesta a cualquier cuestión. Capaces de mostrar un bagaje cultural digno de ganadores del Nobel (aunque lo anterior tampoco diga mucho de la cultura de algunos de los que lo ganaron).

Tan solo me planteo una cosa… ¿qué sucedería si muchos de aquellos que utilizan las redes sociales para demostrar su infinita sabiduría se encontraran sin conexión a la red? ¿Qué sucedería si Google se cae y la Wikipedia, de repente, falsifica todos sus resultados? ¿Qué pasaría si toda la información de la red se vuelve poco confiable? ¿Cuántos sabios seguirían existiendo?

Reconozco mis limitaciones cuando se habla de determinadas cuestiones. Reconozco que soy incapaz de acordarme de memoria de muchos datos. Reconozco que, en muchas ocasiones, debo acudir a la red para satisfacer muchas de mis necesidades. Eso sí, siempre asumiendo mis limitaciones. Unas limitaciones más amplias en algunos campos que en otros que, por cierto, no me hacen ni mejor ni peor profesional. Algo que muchos, por vergüenza u otros motivos, les cuesta reconocer. Es muy bonito saber de todo y, mucho mejor aún, demostrar a los demás lo mucho que se sabe.

Google potencia los eruditos de salón. Eruditos impenitentes que hablan sobre cualquier tema. Tertulianos a golpe de clic que, con solo leer una frase, la trasladan hacia sus nodos virtuales. Ganas de ser reconocidos. Ganas de demostrar que no son menos que aquellos que hacen exactamente lo mismo. Ganas de seguir aparentando en un mundo digital donde las apariencias están a la orden del día.

No es malo no saber. No es malo reconocer que no se sabe de algo. No supone nada el decir que hay algo que se te escapa o que desconocías. No es malo plasmar la realidad de lo que uno es o sabe.

Qué mejor que acabar con la frase de Rocío Carrasco, esa participante en la Isla de las Tentaciones, repetida hasta la saciedad ayer en la cuenta de Twitter por la Ministra de Igualdad, Paula Montaraz, en su idioma original… scio me nihil scire o scio me nescire. Queda muy bien, ¿no creéis? Lástima que, por contenido patrocinado, Google se haya empeñado en darme como resultados de la búsqueda unas pequeñas erratas y, por desgracia, haya dejado de funcionar el traductor cuando más lo necesitaba. 😉


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