Cada curso zarpa una nueva flota dispuesta a salvar la educación. Son los navegantes de la última moda pedagógica. Una flotilla entusiasta, bienintencionada y peligrosamente desorientada. Navegan con pancartas que dicen “innovación”, “inclusión”, “transformación” o cualquier palabra que suene lo bastante inspiradora como para tapar la falta de rumbo.
La flotilla pedagogista tiene sus propios rituales. Se comunica en jerga técnica, escribe manifiestos con tipografía moderna y cita estudios que, casualmente, nadie ha leído completos. En sus reuniones se aplauden entre ellos con fervor, convencidos de estar descubriendo mares que otros cruzaron hace décadas con menos ruido y más tiza.
Cada barco lleva su bandera. Está el del Aprendizaje Emocional, el del Pensamiento Visible, el de las Situaciones de Aprendizaje, el del Aprendizaje por Competencias, el del Aprendizaje Basado en el Aprendizaje. Todos compiten por ver quién inventa el acrónimo más pegadizo. Y, mientras discuten entre ellos por quién lleva el timón de la innovación, el alumnado sigue remando, intentando entender hacia dónde va todo esto.
Lo curioso es que, en medio de tanta “transformación”, los problemas siguen siendo los mismos: la falta de atención, la desmotivación, la desigualdad, el agotamiento docente. Pero no pasa nada, porque el siguiente curso siempre llega una nueva moda que promete solucionarlo todo. Basta con cambiar el lenguaje, añadir un par de rúbricas y un toque de inglés.
La flotilla no se detiene a comprobar si sus mapas funcionan. Avanzar es lo importante, aunque sea en círculos. Si alguien se atreve a preguntar si aquello tiene sentido, enseguida lo tachan de nostálgico, de enemigo del cambio o, peor aún, de “docente tradicional”. En el mar pedagogista no hay espacio para el escepticismo. Aquí se cree o se calla.
Y sin embargo, los datos —esos aguafiestas— no acompañan el entusiasmo. La comprensión lectora cae, la competencia matemática se desploma y el profesorado anda más saturado que nunca. Pero es más fácil organizar un congreso que corregir lo que no funciona. Más fácil hablar de revolución que de esfuerzo.
El verdadero peligro de la flotilla no es su ingenuidad, sino su soberbia. Han confundido las herramientas con los fines, los eslóganes con la práctica y la pedagogía con el marketing. Creen que basta con cambiar los nombres de las cosas para transformarlas. Que un aula llena de post-its y cartulinas color pastel es necesariamente mejor que una donde se memoriza y se repite.
El problema no es que experimenten —eso siempre es sano—, sino que lo hagan convencidos de que cualquier duda es un ataque. Y así, el debate educativo se ha llenado de trincheras donde ya nadie escucha, solo defiende su barco con fervor casi religioso.
Mientras tanto, el profesorado de a pie, el que no tuitea ni escribe papers sobre metodologías de moda, sigue haciendo lo que siempre ha hecho… enseñar, adaptarse, improvisar, fallar y volver a intentarlo. Sin banderas, sin hashtags, sin salvapatrias.
Quizá algún día la flotilla descubra que la educación no necesita más barcos, sino un poco más de brújula. Que no se trata de navegar más rápido, sino de saber hacia dónde. Que innovar no es cambiar los nombres de las olas, sino entender por qué algunas te hunden y otras te llevan lejos.
Y que, mientras ellos se disputan el timón de la pedagogía, lo único que de verdad importa sigue ahí, remando en silencio: el alumnado y sus docentes.
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