Una de las frases más repetidas en educación es esa de “tenemos que enseñar a pensar”. Suena bien. Es moderna, democrática y queda preciosa en cualquier documento oficial o presentación de congreso. Pero hay un pequeño problema. Pensar no se enseña en el vacío. Y parece que se nos ha olvidado que para pensar críticamente primero hay que saber algo.

La moda del pensamiento crítico se ha convertido en una especie de mantra pedagógico. Todos hablan de él, pero pocos se detienen a preguntarse qué significa. En muchos centros se ha traducido como “deja que el alumnado opine libremente sobre cualquier tema”. Así, el pensamiento crítico se ha degradado en su caricatura… la opinión sin base. Y claro, cuando todos opinan pero nadie contrasta, el resultado no es pensamiento, es ruido. Y más peligroso es cuando aquella opinión se ve influenciada por la ideología que pretenden algunos que se imponga por decreto en las aulas. Ideología que, curiosamente, coincide con la de los que defienden eso.

El pensamiento crítico exige esfuerzo, conocimiento previo y humildad intelectual. Implica analizar, cuestionar y conectar ideas, no solo soltar lo primero que se te ocurre. Pero vivimos en la era del “yo siento, por tanto tengo razón”. Y en esa lógica, discutir con evidencias se percibe casi como una agresión.

En el aula esto tiene consecuencias. Se fomenta que el alumnado “exprese su punto de vista” sin enseñarle a fundamentarlo. Se confunde la libre expresión con el juicio razonado. Se premia más la seguridad al hablar que la precisión al argumentar. Y así acabamos generando pequeños opinadores, no pensadores.

El pensamiento crítico de verdad no siempre es cómodo. Obliga a enfrentarse a la posibilidad de estar equivocado. Requiere leer cosas que no confirman lo que ya creemos. Exige concentración, paciencia y una cierta incomodidad intelectual. No se logra con dinámicas ni con debates improvisados, sino con conocimiento acumulado y contraste de fuentes.

Pero eso suena demasiado árido. Es más fácil organizar una tertulia sobre la “educación del futuro” que pedir que alguien lea un texto de diez páginas. Y sin embargo, lo segundo enseña infinitamente más que lo primero. El pensamiento crítico no nace de opinar, sino de entender.

En los últimos años hemos confundido fomentar el pensamiento con eliminar cualquier estructura. Se repite que los contenidos son secundarios, que lo importante es aprender a pensar. Pero, ¿cómo se piensa críticamente sobre un tema que no se conoce? ¿Cómo se analiza sin datos, sin conceptos, sin contexto? El pensamiento crítico sin base es como un edificio sin cimientos: puede parecer estable hasta que sopla el primer viento.

También se nos ha olvidado que el pensamiento crítico necesita guía. No basta con soltar al alumnado frente a un tema y esperar milagros. Hay que enseñarles a argumentar, a verificar, a identificar sesgos. No todo lo que suena convincente es cierto. No todo lo que emociona es válido. Y no toda discrepancia es censura.

En un mundo saturado de información, el pensamiento crítico debería ser el escudo contra la manipulación. Pero si lo reducimos a la libre opinión, lo convertimos justo en lo contrario. Lo estamos convirtiendo en la puerta abierta a la desinformación, la posverdad y el dogmatismo emocional.

Pensar críticamente no es estar en contra de todo. Es saber por qué estás a favor o en contra de algo. Es distinguir entre hechos y creencias, entre lo que se siente y lo que se sabe. Es entender que dudar no es debilidad, sino una forma de respeto hacia la verdad.

Las aulas deberían ser el lugar donde eso se aprende. Pero si seguimos confundiendo opinar con razonar, terminaremos formando generaciones muy seguras de sus ideas… y muy poco preparadas para defenderlas.

Porque pensar no es opinar más fuerte. Es tener algo que decir después de haber leído, escuchado y comprendido. Todo lo demás es ruido con pretensiones de reflexión.

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