Hay una moda creciente. Mirar atrás solo para señalar los fallos. Como si la escuela de antes fuera un catálogo de traumas y métodos obsoletos, y quienes pasamos por ella hubiéramos sobrevivido casi por milagro. Curioso, porque aquí estamos. Leyendo, pensando, viviendo, y probablemente, los que nos hemos dedicado a la docencia, intentando educar con más sensatez de la que admitimos.

La memoria es tramposa. A veces dulcifica demasiado, pero también puede endurecer lo que no fue tan terrible. Hay quien recuerda únicamente los gritos, los castigos, la rigidez. Y sí, existieron. No hace falta negarlo. Pero también existieron otras cosas que hoy se olvidan o se disfrazan de anecdóticas. Existía el esfuerzo compartido, el respeto que no siempre era miedo, la importancia del trabajo bien hecho, la tranquilidad de saber que las normas eran pocas y claras.

Nos cuentan algunos que todo lo pasado fue duro, injusto y anticuado. Lo fue en ocasiones. Pero también hubo profesores que se adelantaron a su tiempo, que escucharon sin tener manuales de escucha activa, que enseñaron con pasión sin haber cursado ni un seminario de innovación. Hubo aulas donde se aprendía en silencio, no porque alguien callara a la fuerza, sino porque se entendía que había algo que merecía atención.

La escuela de antes tenía defectos, pero también virtudes sólidas que hoy no deberíamos despreciar. La constancia sin glamour, la paciencia sin teoría, la exigencia que no pedía disculpas por existir. Puede sonar impopular, pero crecer sabiendo que no todo era inmediato ni fácil tenía un valor silencioso que ahora intentamos reconstruir mediante discursos sofisticados.

No es que el pasado fuera perfecto. Nadie sensato lo afirmaría. Pero tampoco merece quedar reducido a caricatura. Recordamos el castigo, y olvidamos la sensación de orgullo cuando dominábamos algo difícil. Recordamos la falta de recursos, y borramos la creatividad que eso obligaba a desarrollar. Recordamos la rigidez, y pasamos por alto la estabilidad que ofrecía a quienes la necesitaban.

A veces, quienes critican aquella escuela olvidan que la propia capacidad que hoy tienen para analizarla se forjó allí. Y quienes la defienden sin matices también se engañan. Idealizarla por completo es tan injusto como demonizarla.

El equilibrio está en reconocer que vinimos de lugares donde muchas cosas funcionaban, y otras no. Que no hay necesidad de reescribirlo todo para justificar lo nuevo. Que honrar lo que se hizo bien nos ayuda a no perder el norte, y señalar lo que falló nos ayuda a no repetir errores.

La escuela actual tiene retos que antes ni imaginábamos. Pero eso no invalida lo que nos trajo hasta aquí. Lo sensato sería sumar, no borrar. Mirar atrás sin rencor y sin ingenuidad. Agradecer lo que nos formó. Mejorar lo que nos limitó. Seguir avanzando sin renegar de lo que, en parte, nos hizo posibles.

Quizá, en lugar de preguntar si antes era mejor o peor, deberíamos preguntar qué merece conservarse y qué merece transformarse. Porque la memoria, con todas sus trampas, nos recuerda algo simple… quien desprecia sus raíces, camina sin sombra. Y en educación, caminar sin sombra significa tropezar más de la cuenta.

Podéis descargaros mi último libro en formato digital, TORREZNO 3PO: un alien en educación, desde aquí.

Me podéis encontrar en X (enlace) o en Facebook (enlace). También me podéis encontrar por Telegram (enlace) o por el canal de WhatsApp (enlace). ¿Por qué os cuento dónde me podéis encontrar? Para hacerme un influencer de esos que invitan a todos los restaurantes, claro está. O, a lo mejor, es simplemente, para que tengáis más a mano por dónde meteros conmigo y no tengáis que buscar mucho.


Descubre más desde XarxaTIC

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

1 comment
Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

You May Also Like
Leer Más

Desorinándome

Facebook Twitter Telegram WhatsApp EmailTengo muy claro, señores de la RAE y allegados, que el verbo desorinar no…