No sé ni la hora que es. Odio el cambio de hora y, he de reconocer que, al menos a mí, me gusta el horario que acabamos de dejar. Prefiero entrar a trabajar de noche que no tener ni un mísero rayo de luz por la tarde. Soy, ya veis, bastante raro. Bueno, creo que soy raro, al menos en este caso, al igual que la mayoría de personas que conozco.
Pero bueno, hoy no voy a hablar de eso, ni de la fijación de determinados perfiles de las redes sociales por mi persona. Hoy, si me permitís (¡qué demonios, es mi blog!), voy a hablar de guerras educativas y redes sociales. Y más aprovechando que, en los últimos tiempos, están proliferando algunos especímenes con ganas de guerras digitales a los cuales, su cobardía, no les permite ir más allá de mojar los pañales creyendo que van de «luchadores de la moral educativa».
En las redes la educación es un campo de batalla. Hay trincheras ideológicas, bandos con nombres inventados y una guerra constante por ver quién tiene la pedagogía más pura. Se insulta con entusiasmo, se acusa de destruir el sistema o de querer volver a la pizarra de piedra, y entre tanto ruido, parece que lo único importante sea ganar el debate.
En el aula, en cambio, la guerra no llega. No hay trending topics, ni banderas, ni grandes proclamas. Hay profesores que intentan dar clase a primera hora y alumnos que bostezan porque no han dormido lo suficiente. Lo más parecido a una batalla suele ser la que se libra por conseguir un aula con calefacción que funcione o por cuadrar los horarios de guardia. O por, siendo malo, escaquearte de las mismas.
En las redes, los discursos suenan épicos. Se habla de resistencias pedagógicas, de cruzadas a favor o en contra la innovación o, de la liberación del conocimiento. En el aula, lo épico es conseguir que veintimuchos alumnos terminen una redacción sin abrir el móvil. Mientras algunos pelean por ideologías educativas, otros pelean con la fotocopiadora.
El contraste es tan grande que a veces da risa. En las redes, un debate sobre deberes puede acabar en insultos y bloqueos. En un claustro real, se discute, se discrepa y se vota. Puede haber ironías, algún sarcasmo, incluso cierta tensión. Pero al día siguiente todo el mundo se saluda en el pasillo. La educación real no necesita banderas; necesita descanso y paciencia.
Quizá el problema sea que en redes no hay alumnos. Y cuando no hay alumnos, la educación se convierte en espectáculo. Se debaten teorías, se lanzan frases grandilocuentes y se olvida que, mientras tanto, alguien está explicando fracciones a un grupo que preferiría estar en casa. En las aulas no hay tiempo para el ruido ideológico porque el tiempo se lo lleva la vida real.
La mayoría del profesorado no está librando ninguna guerra cultural. Está intentando enseñar, adaptarse, entender a su alumnado y llegar al final del trimestre sin perder la voz. En redes, en cambio, parece que todos están salvando el sistema educativo desde el teclado. Y cuanto más fuerte se escribe, más razón se tiene.
No todo en las redes es malo. A veces sirven para compartir recursos, ideas o desahogos. Pero entre tanto gurú, tanta indignación prefabricada y tanto seguidor buscando su cuota de épica, se pierde lo esencial. La educación no se cambia a golpe de tuit, sino de aula.
El aula es un espacio imperfecto, pero real. Allí las ideologías se diluyen y lo que cuenta son los gestos. La paciencia, el humor, la coherencia. Lo que en redes se convierte en insulto, en el aula se resuelve con una conversación en el pasillo. Lo que en internet se tuerce en debate eterno, en el centro se zanja con una mirada y un seguimos mañana.
Quizá por eso la escuela sigue funcionando. Porque entre tanto ruido digital, sigue habiendo miles de aulas donde la gente habla sin gritar, discrepa sin odiar y enseña sin exhibirse. A veces pienso que si la educación dependiera de lo que se dice en las redes, ya habría ardido. Por suerte, todavía depende de quienes están dentro de las aulas, lejos de los focos y del ruido, haciendo algo tan poco viral como enseñar.
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