La educación pública ha muerto, al igual que lo ha hecho la sanidad pública. No ha muerto por ganas. Ha muerto, curiosamente, empujada al abismo por aquellos que deberían haberla defendido. Y no me refiero solo a los políticos. Incluyo en el pack a muchos docentes de la pública, millones de padres que pasaron en su momento por la misma o llevan ahí a sus hijos o, cualquiera interesado en tener unos servicios públicos fuertes y de calidad. Hoy, la pública, salvo que no tengas opción y no puedas pagarte los euros, que de forma nada diplomática, te exigen en forma de impuesto revolucionario esos centros educativos de gestión privada subvencionados con dinero de todos, no debería ser la opción para los hijos de nadie. Bueno, salvo en aquellos lugares en los que no exista nada más que la pública, por no ser rentable para la empresa de turno.

Este curso la inmensa mayoría de centros educativos públicos, a excepción de aquellos situados en localidades muy pequeñas o con espacios extraordinarios habilitados (no me refiero solo a los parches de la biblioteca y el gimnasio), están optando por una enseñanza alterna que hace que, a nivel presencial, la mayoría de su alumnado solo reciba la mitad de las clases. O, en ocasiones, tal y como está sucediendo en algunos centros públicos, tenemos al alumnado de segundo de Bachillerato sin clases porque, supuestamente, son ya mayores y pueden aprender de manera online. A ver si algunos se enteran de una vez… a determinadas edades, la enseñanza online no tiene, ni la misma calidad ni permite el mismo aprendizaje que las clases presenciales. Un detalle, esta estructura, solo se da en los centros públicos ya que, es muy raro verlo en centros educativos privados donde, de forma generalizada, o bien han doblado turnos (clases por la mañana o por la tarde) o han realizado, a lo largo del verano, obras móviles para poder atender a todo el alumnado. Sí, lo han sabido gestionar mejor. Muchísimo mejor. La atención del alumnado es la clave de su negocio y, por tanto, no pueden permitirse, como sí que nos estamos permitiendo en la pública por motivos que, a cualquiera con dos dedos de frente no debo explicarle, son demasiado obvios.

Lo mismo sucede con la sanidad pública. Tenemos, a día de hoy, cerrados más del 90% de centros de atención primaria de todo el país. Cuando digo cerrados, me estoy refiriendo a que retrasan citas, no atienden personalmente (con suerte te llaman por teléfono) o, simplemente, se hace imposible ponerte en contacto con tu médico de cabecera. Yo tengo pendientes los resultados de una analítica de marzo y sé que no soy un caso aislado. Si queréis hablamos del retraso en la quimio en pacientes oncológicos. Y, lo que me causa estupefacción es ver que, con menos recursos (porque, vamos a ser sinceros, la sanidad privada tiene menos recursos que la pública), no hay ni un centro sanitario privado que esté dejando de atender a sus pacientes ni les haya retrasado sus pruebas médicas o medicaciones. Mientras yo que estoy en la sanidad pública (pudiendo elegir como funcionario) no tengo ningún tipo de atención médica, salvo determinadas visitas en el hospital por mis múltiples y graves enfermedades, mis compañeros que han elegido alguna mutua privada, están siendo atendidos sin ningún problema. Van más rápidos y les atienden mejor que a mí. Bueno, a mí, al igual que a muchísimos ciudadanos, ni se nos atiende.

No lo entiendo. No entiendo cómo hemos llegado a esta situación. Lo que sí que tengo claro es que luchar por lo público no debe ir contra recibir la mejor atención educativa para tus hijos o la mejor sanidad para ti y para ellos. Ahora es el momento de seguir luchando, pero uno solo puede luchar si está vivo. O solo podrán luchar en el futuro tus hijos si reciben atención educativa. Es por ello que, en plena pandemia, debemos huir, en caso que podamos hacerlo, de los servicios públicos y seguir pidiendo que los mejoren. Y, por cierto, no siempre es culpa de los políticos. Cada uno tiene su parte de responsabilidad. Ya está bien de echar siempre balones fuera.


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