No se trata de un artículo parecido al de los últimos tiempos. Hoy, por desgracia, la suegra se ha declarado en huelga y no habrá paella dominical. Algo que, al menos para mí, está a un nivel bastante más alto en mi escala de prioridades que hablar o escribir acerca de temas educativos. Es una situación que lastrará mi humor a lo largo de toda la semana aunque, como es lógico, debo hacer lo posible para que no se traslade mi estado de ánimo interior a mis compañeros.

Y por esto un post más duro de lo habitual en los últimos tiempos. Un post del que reconozco que, aislando el ejemplo tomado (que es lo más irrelevante del mismo), creo que se nos puede aplicar, con diferentes gradaciones, a todos los que trabajamos en educación ya que, por desgracia, la realidad se empecina en ser muy terca. Además, en no pocas ocasiones, lo que dibujamos en nuestras cabezas puede no ser trasladado en su totalidad, por mucho que lo repitamos en las redes sociales o pontifiquemos acerca de ello en grandes eventos, a las aulas.

Hoy quiero hablar de las incoherencias educativas. Esos momentos en los que los discursos pomposos y las declaraciones de intenciones se topan con la cruda realidad, revelando una brecha insondable entre lo que se dice y lo que se hace. Voy a usar un ejemplo reciente y particularmente esclarecedor para ilustrar este fenómeno.

Imaginemos a un docente fervientemente defensor de los ámbitos en la Comunidad Valenciana. Para quienes no estén al tanto, esta era una propuesta que permitía (o más bien obligaba, debido a la configuración de las plantillas), entre otras cosas, que un docente de Biología impartiera Matemáticas en los primeros cursos de la ESO. La idea, en teoría, era promover una educación más holística y flexible, permitiendo que los conocimientos de los docentes se apliquen en diferentes áreas.

Todo muy bonito sobre el papel, ¿verdad? Pues bien, el mismo docente, que defendía esta propuesta con uñas y dientes, ahora dice que deberían añadirse más asignaturas de didáctica en la formación de los futuros maestros y que, además, sería conveniente una nueva mención en Magisterio de Matemáticas. Vamos, que donde dije digo, digo Diego.

Esta incongruencia no es solo una anécdota pintoresca, sino que refleja un problema sistémico. En un momento se defiende la polivalencia y la flexibilidad del profesorado, y al siguiente se exige una especialización aún mayor y más formación específica. ¿En qué quedamos? ¿Queremos docentes todoterreno o expertos en nichos específicos?

Pero el show no termina aquí. Nuestro docente también ha tenido su momento de fama cuando se han hecho públicas sus programaciones de cuando daba clase en la ESO. Programaciones que, digámoslo claro, dejaban mucho que desear y eran totalmente alejadas de lo que marcaba la normativa vigente que, curiosamente, también defendía. Aquí tenemos otro magnífico ejemplo de la distancia entre el discurso y la práctica. Es muy fácil subirse a la tribuna y pontificar sobre la necesidad de cambiar y mejorar la educación, pero otra cosa muy distinta es aplicar esos principios en el día a día de nuestras aulas. Ojo. No me gustaría que se quedara el asunto en el ejemplo. Yo, como he dicho al principio, también he sido incoherente y, en ocasiones, mi punto de vista acerca de ciertas cosas ha ido cambiando.

El problema es que algunos han perfeccionado el arte de decir A y hacer B. Se lanzan propuestas que suenan revolucionarias y llenas de buenas intenciones, pero cuando llega el momento de ponerlas en práctica, la cosa cambia. Nos encontramos con excusas, desvíos y, en última instancia, la misma vieja rutina de siempre.

¿Qué podemos aprender de todo esto? Primero, que es esencial exigir coherencia. Las palabras vacías no pueden seguir siendo la norma. Si defendemos una idea, debemos estar dispuestos a implementarla con todas sus consecuencias, y eso incluye aceptar los errores y ajustar el rumbo cuando sea necesario.

Segundo, necesitamos un sistema de rendición de cuentas más robusto. No basta con hacer públicas las programaciones ya que, al final, todos sabemos que el papel lo aguanta todo. Debemos analizar y evaluar continuamente cómo se llevan a cabo las políticas y propuestas educativas, tanto a nivel micro como a nivel macro. Solo así podremos garantizar que no estamos cayendo en el mismo ciclo de decir una cosa y hacer otra.

Y finalmente, creo que debemos fomentar una cultura de transparencia y honestidad en el ámbito educativo. Reconocer nuestras propias limitaciones y errores no es un signo de debilidad, sino de integridad. Solo así podremos construir un sistema educativo verdaderamente eficaz y justo.

Las incoherencias educativas son más que simples contradicciones; son un síntoma de un problema más profundo. Si queremos avanzar y mejorar, necesitamos menos discursos grandilocuentes y más acciones coherentes. Menos decir A y hacer B, y más compromiso real con el cambio y la mejora. Arriesgándonos, claro está, a tener que reconocer que nos podemos equivocar. Algo que, lamentablemente, siempre acaba siendo algo que muchos no están dispuestos a hacer porque, por lo visto, su visión educativa es impoluta y todos sus postulados impecables. Postulados que no funcionan siempre por culpa de los demás, que no los entienden o no los aplican bien. ¿Os suena?

Con las redes sociales, tenemos un arsenal de piedras «digitales» para tirárselas a aquellos que no piensen como nosotros pero, por desgracia, siempre nos acaban faltando espejos donde reflejarnos.

No me gustaría acabar el artículo de hoy sin insistir, como hago siempre y a diferencia de otros en lo de siempre: los ejemplos son solo ejemplos puntuales de ciertas cosas. En este caso concreto, al igual que en otros muchos, nada tienen que ver las incoherencias que pueda tener uno, publicadas en medios o en redes, con su profesionalidad o saber hacer porque, lo de convertir reflexiones generales como las que hago hoy, usando un ejemplo concreto, en un ad hominem para atacar a quien no piensa como uno es muy triste.


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