Aquel jueves empezó como todas las excursiones de segundo de ESO… demasiado pronto, con demasiado ruido y con un profe que se preguntaba, otra vez, por qué había aceptado ir.
Autobús a las tres de la mañana, desayuno en una gasolinera y promesas de buena conducta que se evaporaron al primer croissant.
Era París. El destino soñado del alumnado (después de Mallorca, Ibiza y Granada) y la pesadilla logística de cualquier docente. Especialmente después de quince horas de autobús plagado de adolescentes.
El primer día paseo corto y descanso en la cama. Bueno, después de incautar bebidas de todo tipo de graduación imposible de medir y desalojar a todo el mundo de habitaciones insospechadas. Al día siguiente tocaba visita al Louvre.
Al llegar al Louvre, el profesor, iluso de él, pensó que aquello no podía salir mal. Lo tenía todo controlado. La lista de alumnos, seguro médico, entradas numeradas y un discurso sobre la importancia del arte que había ensayado frente al espejo.
Pero en cuanto cruzaron la puerta, los adolescentes se dispersaron como si la pirámide de cristal fuera una estación espacial. Uno quería ver momias, otra buscaba al tipo sin nariz del póster, y varios se dedicaban a hacer selfies con las estatuas.
El profe respiró hondo. No era una visita cultural. Era supervivencia.
Entonces ocurrió.
Mientras intentaba recuperar al grupo perdido en la sección egipcia, se quedó solo frente a la Mona Lisa. No había alumnos, no había ruido, ni siquiera móviles levantados. Solo él y ese rostro que parecía mirarlo con ironía. Y ahí, en ese silencio improbable, decidió cometer su delito.
No se llevó el cuadro, claro. Aunque por un momento pasó por su cabeza y tampoco lo vio tan complicado.
Robó otra cosa… la sensación de calma. La idea de que, a veces, lo más valioso de enseñar no es explicar, sino detenerse a mirar.
Aquel instante se le quedó pegado como un secreto. Pensó que tal vez eso era lo que faltaba en su aula. Menos correr detrás del temario y más dejar que la clase respirara como aquel museo.
Cuando los alumnos reaparecieron, en estampida y con hambre, él volvió a su papel. Repartió bocadillos, apagó gritos, revisó mochilas.
Nadie sospechó que acababa de atracar el Louvre de la mejor manera posible.
De vuelta en Valencia, mientras preparaba la siguiente evaluación, recordaba la escena y sonreía. Allí, entre informes y rúbricas, se dio cuenta de que su pequeño robo tenía sentido. Había aprendido algo que ninguna metodología de moda ni inteligencia artificial podía enseñarle. Que el arte, como la educación, no necesita tanto ruido, sino atención. Y que el verdadero lujo de ser docente está en esos segundos de lucidez en medio del caos.
Los alumnos, por supuesto, no se enteraron de nada. Solo sabían que el profe aquel día estaba raro, más tranquilo, como si hubiera encontrado una especie de tesoro. En cierto modo lo había hecho. Había robado una lección que valía más que cualquier certificado de innovación.
Hoy, cada vez que entra en clase, piensa en París. Mira a su alumnado, ve el mismo desorden, el mismo bullicio, la misma energía. Y a veces, cuando necesita silencio, sonríe para sus adentros. El Louvre sigue guardado en su cabeza, y nadie podrá quitárselo jamás.
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1 comment
Muy inspirador. Gracias por esta gran lección