Estamos en un momento de cancelación educativa, donde la censura para algunos deja de ser opción para convertirse en virtud. Esos defensores de la cancelación educativa, se esfuerzan un día sí y al otro también, gracias a la viralidad de sus publicaciones y el apoyo de «sus» medios, por protegernos de cualquier idea que no se ajuste perfectamente a sus delicados parámetros ideológicos. ¿Quién necesita el pensamiento crítico cuando podemos, simplemente, vivir en una burbuja?

Imaginaos un mundo, tal y como el que promulgan, en el que cualquier discurso educativo que no coincida con determinadas creencias pueda ser desterrado al olvido. Una teoría científica que no coincide… ¡fuera! Una perspectiva histórica que desafía una narrativa… ¡censurada! Un debate filosófico incómodo… ¡ni hablar! Para eso están los defensores de la cancelación. Para asegurarse de que nadie tenga que considerar puntos de vista diferentes.

Asociado a la política de cancelación está el chiringuito. Ese espacio sagrado donde los defensores de la cancelación se han montado su paraíso ideológico. Mantener el chiringuito en pie requiere de una vigilancia constante y una disposición inquebrantable para eliminar cualquier amenaza que pueda hacerlo tambalear. Porque, después de todo, es mucho más cómodo vivir en un ecosistema donde todas las voces son unánimes y ninguna pluma desentona. Ya no digamos los beneficios que podrían perderse en caso de que hubiera díscolos de manual.

Los defensores de la cancelación también son maestros en el arte de la indignación selectiva. Se ofenden solo cuando las ideas contrarias ponen en peligro su hegemonía intelectual. ¿Un discurso educativo que sugiere la posibilidad de un enfoque diferente? ¡Cómo se atreven! Es entonces cuando el escuadrón de la cancelación se pone en marcha, dispuesto a purgar cualquier rastro de esa atrevida insolencia.

Olvidémonos del diálogo abierto y la discusión respetuosa. En la visión del mundo de los defensores de la cancelación, la verdad no se construye a través del intercambio de ideas, sino mediante la erradicación de aquellas que no encajan. En su universo, el conocimiento es una colección de dogmas intocables que deben ser defendidos a toda costa. Qué alivio para algunos saber que no necesitan cuestionar sus creencias, simplemente sabiendo que esos censores son capaces de silenciar cualquier disidencia.

En esta utopía (o realidad a medias) de la cancelación educativa, la excelencia se mide por la capacidad de ajustarse a la norma. Los pensadores críticos y los desafiantes no son bienvenidos para ellos. Después de todo, la mediocridad es la clave para mantener la paz y la tranquilidad del chiringuito. ¿Quién necesita avances cuando se puede uno estancar en la comodidad de lo conocido que, curiosamente, coincide con la ideología de uno?

Resulta fascinante cómo los defensores de la cancelación predican la tolerancia y la inclusión, siempre y cuando se trate de incluir solo las ideas que a ellos les parecen adecuadas. La verdadera ironía radica en que, mientras intentan silenciar a otros, se convierten en los nuevos guardianes de la ortodoxia, abogando por una homogeneidad del pensamiento disfrazada de diversidad.

Ellos continúan su cruzada, seguros de que están protegiendo el mundo de las ideas «peligrosas». Pero, ¿a qué costo? Al final, un entorno donde no se permite el cuestionamiento ni la disidencia es un entorno estéril, carente de verdadera innovación y progreso. La educación florece en el terreno fértil del debate y la diversidad de pensamiento, no en el desierto de la conformidad forzada. Salvo, claro está, que algunos estén interesados en que nada florezca.

Esos personajes, adalides de la censura, con su celo por eliminar cualquier idea que no se ajuste a sus parámetros, nos enseñan una valiosa lección: la importancia de mantener el diálogo abierto y el respeto por las diversas perspectivas. Solo así podemos aspirar a una educación plural y de calidad, donde el conocimiento se construye a través de la interacción y el entendimiento mutuo.

Os prometo que no entiendo a la la Stasi de la educación. Salvo, claro está, que uno sea malpensado y piense, seguro que erróneamente, que es la única manera que tienen de defender sus planteamientos ideológicos acerca de la educación, pensando más en ellos que en el alumnado.


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