Hay cientos, por no decir miles de teorías, más o menos respaldadas por evidencias científicas, que indican cuál puede ser la mejor manera de dar clase. Siempre, claro está, a nivel macro y con las necesarias adaptaciones a cada contexto y grupo de alumnado. Quién dice grupo dice, aunque sea humanamente imposible con los recursos actuales, personalización del aprendizaje a cada uno de los alumnos que tiene un docente delante suyo.
Podemos debatir acerca de cómo dar clase. Podemos introducir miles de estrategias educativas, mediadas o no por la tecnología. Se puede hacer la clase más o menos dinámica y divertida pero, al final siempre nos olvidamos de la clave de todo: el papel del alumnado. Y eso, al final, es lo más importante de todo el proceso de enseñanza y aprendizaje. Nosotros como docentes enseñamos y, a pesar de poder ser fantásticos haciéndolo, como lo intenta la mayoría de profesionales, hay una parte demasiado importante del alumnado que no aprende.
Si un alumno no quiere aprender no va a aprender. Si un alumno no dedica, por motivos personales o contextuales a su situación familiar, un tiempo a ese esfuerzo que supone el aprender, no va a hacerlo. Y ahí poco tiene que ver el docente. No. No puedes obligar a que un alumno aprenda. Al igual que un médico no puede obligar a que sus pacientes dejen de fumar si los pacientes no quieren dejarlo. Al igual que la DGT, por muchos radares que ponga en la carretera, no va a impedir que si alguien quiere poner su coche a doscientos kilómetros por hora, lo haga. A pesar de saber, al igual que sucede en el ámbito educativo, los resultados de no hacer lo que dicen los profesionales.
Reconozcámoslo de una vez. La clave final para el aprendizaje está en el aprendiz. Podemos diseñar situaciones de aprendizaje muy enriquecidas, intentar acercarnos al alumnado, tener las mejores capacidades y habilidades para dar clase y, si el que tenemos delante no quiere aprender, no va a aprender. Por eso, al menos a mí, no me preocupa que hagan los trabajos con inteligencia artificial. Hacer trampas también es algo que, al igual que ser honrado, acaba siendo decisión del que lo hace. Y al final, todas esas trampas, van a tener sus consecuencias. O no. Quién sabe. A lo mejor las familias pueden, en determinados casos, ir solucionando esas situaciones porque, a ser honrado no se aprende en la escuela. Ni a querer aprender. Eso lo aprende uno de forma individual y con lo que ve a su alrededor. Así de simple. Así de complicado. Así de real.
Hablamos mucho de la figura del docente como clave del sistema educativo. Y la verdad es que somos bastante irrelevantes. Nosotros tenemos un conocimiento y unas estrategias para conseguir transmitirlo. Una vez tenemos lo anterior, al final ya es cuestión del que lo recibe porque, tanto estrategias de aprendizaje como ganas de aprender es algo que no se puede enseñar. Salvo, claro está, a entender ideas, a realizar resúmenes o a saber distinguir qué información es o no veraz.
No deberíamos seguir haciendo relatos acerca de metodologías activas o pasivas (que, por cierto, no existen). Deberíamos empezar a preguntarnos por qué hay alumnado que no quiere aprender. Analizar las causas y buscar soluciones. Muchas de las cuales, por cierto, están fuera del sistema educativo. Pero, como siempre digo, lo fácil es culpar al docente de hacer mal su trabajo porque, aunque sea mentira, vender que la culpa de que alguien no quiera aprender es del profesor y no de la persona que debe aprender, es mucho más mediático y mediatizable.
En educación importamos todos pero, al final, el que más importa es el alumnado. Y, aparte de abocar recursos en él, lo que deberíamos hacer es exigirle también que cumpla su parte del contrato porque, sin ellos, el aprendizaje y, de rebote la mejora social (tanto del alumnado como de la sociedad en su conjunto) jamás será posible.
Como estoy haciendo en los últimos artículos, os recomiendo mi nuevo libro sobre educación para mayores de dieciocho, “Educación 6.9: fábrica de gurús”. Lo podéis adquirir aquí (en versión digital o papel) o en ese pop-up tan molesto que os sale. Y sí, me haría mucha ilusión que fuera uno de los diez libros más vendidos sobre educación este curso. 😉
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Varios aspectos que se al hilo de tus afirmaciones:
1- Cierto que no todos los alumnos quieren aprender y el relato consistente en culpar al docente de no estimular al alumno, deriva en una actitud pasiva (esta si que existe) de algunos alumnos en el aula, a la espera de que les «estimule» alguien.
2- Lo anterior trae como consecuencia que el alumno no percibe como responsabilidad suya, en ningún grado, un eventual mal resultado en una evaluación. Ojo, no digo que no pueda ser el caso, pero no siempre.
3- No suele haber consecuencias contundentes para el alumnado que no quiere aprender. Si, como dices, conduces a doscientos kilómetros por hora y te pillan, hay consecuencias, si reincides incluso peores.
4- Cuando tengo que hablar con padres de sus hijos, me doy cuenta de que, empleando terminología tecnológica, son padres 2.0. O sea, sacaron al menos los estudios básicos sin hacer mucho esfuerzo y eso les transmiten a sus hijos «si yo lo hice, tu haz lo mismo» y se lo exigen al profesor. Mis padres tenían apenas estudios básicos y el mensaje era otro.
Dice Arsuaga en sus libros que la autodomesticación de los humanos la realizamos igual que con los animales domésticos, mediante la infantilización. El papel de la educación para algunas personas (no docentes habitualmente) no es emancipar, como nos empeñamos, sino domesticar.
Me quedo con lo que dice Arsuaga. Y debo decir que estoy bastante de acuerdo con el comentario. Ya lo has visto en el artículo.