Twitter ya no es lo que era. Quizás, al hacerse uno mayor, lo que antaño consideraba juegos inocentes y necesidad de integración en grupos, se observa de forma mucho más desapasionada y salen las cosas que ya existían antes. Quizás es que lo del bullying institucionalizado por algunos frente a los que opinan diferente, avalado y defendido por los «papás y mamás» de la red del pajarito, es algo que personalmente me cuesta mucho de digerir. Recuerdo que al principio ya distinguíamos entre docentes 2.0 y 1.0. Qué bonita es la necesidad de pertenencia a grupos mediante la exclusión del diferente. Y sí, todo es muy bonito y maravilloso. Da gusto formar parte de una manada de tuiteros homogéneos para ser protegido y que otros piensen por ti. Nada de claustro virtual como defienden algunos. Simplemente un patio de colegio en el que juegas con los tuyos y no dejas la pelota a los demás salvo, claro está, que jueguen en tu equipo. Un equipo con tus normas, decisiones arbitrarias y siempre bajo el paraguas del clan.
Cuando descubres que humillan o insultan a alguien en las redes sociales y ves que algunos miran a otro lado, te planteas muchas cosas. Los mismos, claro está, que cuando les tocan a «alguien de los suyos» corren raudos y veloces a escribir tuits para pedir respeto. Los mismos que lanzan tuits envenenados, mienten acerca de su profesionalidad (las redes lo aguantan, al igual que el papel, todo) o, simplemente, manipulan a sus oyentes cautivos mediante discursos tan bellos y poéticos como falsos. Es que nos conocemos todos y de algunos, lamentablemente para ellos, sabemos de su «buen» hacer (entiéndase la ironía en el entrecomillado) en los centros que trabajan o, incluso en ocasiones, dirigen. De ellos y otros sabemos la cantidad de escaqueos laborales que hay sobre sus hombros, la cantidad de charlas que, curiosamente, impiden dar clase frente a su alumnado y esos mapas de geolocalización que hacen su alumnado universitario en diseños cada vez más curiosos. Qué bonito el vender y venderse en redes. Qué bonito reírse de las personas de baja estatura cuando no pertenecen a tu grupo del patio. Qué maravillosa sensación la de vender una historia a tus compis de bata azul o rosa que solo se contaba antaño en esas acampadas con tu curso de un par de días.
No existe ningún claustro virtual. Existen personas tras unas cuentas. Existen seres despreciables, vendedores de productos que nadie con sentido común debería comprar, gente que solo comparte la pelota si los que juegan con ellos pagan, o bien una cuota o una obediencia fiel a los principios de su movimiento. Sí, también hay la mayoría que pululamos por ahí, diciendo lo que nos apetece, sumándonos y restándonos en determinadas causas, cambiando de gente, sumando amigos virtuales, restando enemigos con los que, quizás antaño, pudimos compartir alguna cosa. Evolucionando al fin y al cabo. Intentando pasarlo bien en esa media hora de patio de colegio, que podemos extender indefinidamente. Bueno, siempre y cuando no entorpezca nuestra vida personal o quehacer profesional. Es lo que tiene la libertad y el no querer formar parte de sectas. Pensar por uno mismo es, como he dicho en más de una ocasión, lo más sano que hay. Lo importante es qué se dice y no quién lo dice. La clave es qué se hace y no quién lo hace. En definitiva, lo importante es disfrutar de la experiencia de un patio de colegio en el que, al principio sales con rozaduras en las rodillas, con presiones por sumarte a unos u otros y, si sobrevives, puedes plantearte que has aprendido algo. Quizás no de tu profesión. Quizás nada que pueda ser útil en tu quehacer diario. O quizás sí pero, lo que seguro aprendes es a fijarte en los detalles. Y si te apetece, sabiendo con quienes no tienes ganas de jugar a pesar de que sean los que ocupan todas las porterías, ponerte a jugar solo con una pelota hecha de papel de plata en una portería que has hecho con tu imaginación o sentarte con esa persona que tiene mucho que contar. Hoy con Pepito, mañana con Fulanito, pasado con Menganita,… y así hasta el infinito. Hay más gente buena que mala y, vamos a ser sinceros, ¿realmente vale la pena pasárselo mal en algo que debería ser un simple divertimento? Pues va a ser que no.
En un rato entro por las puertas de mi centro, donde está mi claustro real. Y a las once podré ver en el patio a los chavales jugando antes de irme a almorzar mi bocadillo pequeño con una coca-cola cero. Y eso es la realidad. Lo de Twitter un simple lugar para verter emociones, sacar lo peor de uno mismo y decir, en ocasiones, cosas que jamás dirías a la cara bajo un, siempre falso, anonimato. No entro, claro está, en aquellos que lo usan como espacio de promoción personal o para vender cosas que no existen salvo en su discurso o imaginación. Eso es otro nivel.
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