Lo único que impide que determinadas (des)innovaciones acaben triunfando en las aulas es la existencia de un modelo evaluador que, con todas sus limitaciones, tiene unas determinadas características. Además, a pesar de todos sus peros, es importante que exista un modelo único de traslado de esa evaluación a calificaciones, que obliga a tener que jugar con unas determinadas cartas porque, por desgracia, ahí muchos se están jugando demasiado. Y no da posibilidad de experimentar porque, no lo olvidemos… innovar en la actualidad es experimentar. Bueno, al menos tal y como se está vendiendo el concepto.
Estoy harto de escuchar en Twitter a docentes (des)innovadores quejarse amargamente del modelo industrial (sic.) que subyace tras la evaluación de los estudiantes. Un modelo que, según ellos, lo único que hace es favorecer un aprendizaje memorístico, arcaico y poco competencial. Reconozcámoslo, la evaluación no interesa a los innovadores con mayúsculas. Menos aún a aquellos cuya única justificación de lo que están haciendo viene dada porque «ellos se lo guisan, ellos se lo comen». Y si tú eres un docente que tienes la mala suerte de querer que tu alumnado aprenda y viene, de los cursos anteriores, adiestrado en un modelo que dista mucho de tener validez (en el que el alumnado ha perdido el tiempo), siempre te vas a encontrar las críticas del docente que habían tenido anteriormente porque, curiosamente, con él si que funcionaban. No saben sumar, restar, multiplicar ni dividir, pero la culpa es tuya por exigirles que sepan sumar, restar, multiplicar y dividir. Algo que entra en el currículum de cursos anteriores pero, como algunos prostituyen la evaluación de su alumnado para que se adapte a lo que ideológicamente su afán innovador necesita justificar, te encuentras con lo que te encuentras. Ojo, que vale tanto para aquellos que ni innovan ni dan clase. Pero el artículo va sobre lo que va.
Hace tiempo algunos se inventaron el tema de las competencias, que pasaron de básicas a clave. Se inventaron indicadores que lo único que indican es que nos estamos volviendo gilipollas. Y empezaron a usar métodos de evaluación, que no entienden ni los que inventaron esa rúbrica de madre desconocida y padre que fue a por una cajetilla de tabaco al estanco y jamás volvió. Complicar la evaluación es clave para que los innovadores puedan validar sus prácticas. Como más ininteligible sea, mejor para ellos. El problema es que, como he dicho al principio, en algún momento se les va a ver, como dicen en mi pueblo, «el llautó». El fiasco que esconden la mayoría de cosas que están haciendo. Lo absurdo de pasarse el día motivando o emocionando. Lo surrealista de ir cambiando de herramienta y metodología según se tercie. Un despropósito que solo se justifica por una nula evaluación y porque a nadie le interesa poner el cascabel al gato de las pseudociencias (en nuestro caso, pseudoeducación o educación magufa).
El principal peligro de algunas (des)innovaciones es la evaluación. ¿Por qué creéis que tantos abogan por cambiar el sistema de evaluación en la escuela? ¿Para mejorarla? O, como algunos pensamos, ¿para tener una justificación para lo que están haciendo, manipulándola para que dé los resultados que a ellos les interesen? Es que es de cajón.
Por cierto, yo sí que abogo por un cambio en el currículum y en la evaluación. Eso sí, muy alejado de lo que propugnan algunos innovadores porque, al final, evaluar es mucho más que validar algo. Evaluar es saber si el alumnado ha aprendido o no (además de saber qué ha aprendido). Y debe ser algo muy fácil de entender e interpretar para ellos y para sus familias.
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