Imaginaos que, en lugar de docentes, como sois la mayoría de los que os pasáis por aquí, fuéramos médicos. Imaginaos que dispusiéramos de veinte pacientes que necesitan un riñón y solo tuviéramos uno. Ese riñón puede implicar la diferencia entre vivir y morir para esos pacientes o, como mínimo, en seguir anclado de por vida a una máquina de diálisis, con lo que implica para la vida del paciente. Imaginaos que tuviéramos que decidir entre todos ellos.  Vayámonos a algo más ¿ficticio? Imaginaos una enfermedad que os ha pillado sin recursos. Sabéis que van a morir parte de los pacientes y se obliga a elegir. ¿Qué criterios deben elegirse? Tomar esa decisión, acerca de quién vive y quién muere, ¿os parece una decisión horrible? Pues sí. Lo es.

Traslademos la reflexión anterior al ámbito educativo. Imaginaos que tenéis alumnado que impide aprender a sus compañeros (¡lo hay, por mucho que algunos intenten esconderlo!). Imaginaos que tenéis un número determinado de alumnado con necesidades individuales y que, destinar más tiempo a Juan significa destinar menos tiempo a Lucía. O que Pepe, hayas intentando con él todas las estrategias habidas y por haber, boicotea la clase. ¿Qué haces? Tienes que tomar una decisión. Al final es una cuestión de decidir. Decidir entre seguir permitiendo que Pepe se integre, abocando con él todos los recursos o hacer que, quizás, puedas destinar más tiempo a Lucía sin descuidar a Juan. Ojo, a lo mejor tampoco tienes tiempo ni para Juan ni Lucía porque ha venido Natalka, huyendo de la guerra de Ucrania, que ni tan solo te entiende. Entonces, ¿qué hacemos? ¿Qué decisión tomamos?

Todas las decisiones educativas perjudican a alguien. No solo en el aula. También fuera de ella. Decidir incorporar una asignatura o aumentar más horas de la misma, perjudica a otra. Incorporar más tecnólogos en detrimento de más profesores de música, implica que esa decisión ha perjudicado a alguien. No es fácil tomar decisiones en educación. No hay fallecimiento, pero sí consecuencias. Los recursos son finitos y, por mucho que nos creamos superhéroes o dotemos a la escuela de un determinado valor, tenemos las posibilidades que tenemos. Muchas menos de las que piensan algunos. Muchas más que se podrían tener con una correcta racionalización del servicio.

En la vida tenemos que tomar decisiones que no nos van a gustar. Lo hacemos a diario. Tanto en nuestra vida personal como en nuestra faceta profesional. A veces acertaremos. Otras, seguro que nos equivocaremos. Lo que no puede hacerse es ir por la vida edulcorando o ignorando realidades. Y, en nuestros centros educativos, la realidad es que hay alumnado heterogéneo. Alumnado que necesita -y va a necesitar siempre- más recursos. Alumnado con diferentes necesidades y realidades. Docentes que toman decisiones. Políticos que las toman de más arriba. Decisiones con consecuencias. Consecuencias que jamás van a valer para todos. Entonces, ¿qué hacemos? Dejamos de tomar decisiones. Pues no porque, al igual que con el riñón del trasplante, no aprovecharlo implica que todos salen perjudicados.

No sé si me he explicado bien. Llevo mucho sueño pendiente. Aún así, espero haber podido plasmar en este post lo que pienso acerca de uno de los últimos debates (encendidos y desagradables por parte de algunas personas) en Twitter.

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