Cada año se celebran decenas de congresos educativos. Algunos con nombres tan inspiradores que podrían ser títulos de novelas. Otros con programas tan amplios que, en teoría, uno debería salir de allí convertido en el mejor docente del mundo. Pero entre tanto congreso, taller, simposio y jornada, a veces uno se pregunta si de verdad estamos aprendiendo algo, o solo repitiendo consignas con distinto logo.

Un congreso educativo debería ser, ante todo, un espacio de encuentro. Un lugar donde profesionales que viven la educación desde distintos ángulos se escuchan, se contradicen y se hacen pensar. No un escaparate de metodologías, ni una pasarela de nombres. Un congreso debería servir para volver al aula con más preguntas que certezas, con ideas que provoquen movimiento, no para salir con una carpeta llena de eslóganes que caducan antes de llegar a casa.

El problema es que muchos congresos han confundido la palabra “educativo” con “motivacional”. Se han convertido en escenarios donde se busca emocionar más que reflexionar, donde se premia el discurso bonito sobre la práctica honesta. Y claro, cuando la emoción pasa, queda poco. Un buen congreso no debería dejarte con la piel de gallina, sino con la cabeza llena.

Tampoco se trata de llenar el programa con expertos que no pisan aulas desde hace años. Hay grandes voces teóricas, sí, pero la educación real se construye cada día en las aulas. Por eso, un congreso educativo debería tener tanto espacio para quien investiga como para quien enseña. La teoría sin práctica se queda coja; la práctica sin reflexión se agota. Y ambas, juntas, son lo que realmente transforma.

Otra cosa que debería tener un buen congreso es diversidad. No de ponentes por cuota, sino de ideas por coherencia. Escuchar a quien piensa diferente es lo que amplía la mirada. Lo contrario, esos encuentros donde todos se aplauden entre sí y repiten el mismo mensaje con distintas diapositivas, no son congresos. Son misas laicas con acreditación.

Y, sobre todo, un congreso educativo debería ser un espacio donde se respire respeto. Donde el debate no sea trinchera, ni la discrepancia motivo de exclusión. Porque la educación, si de algo va, es de convivir con la diferencia. Si no somos capaces de hacerlo entre adultos, poco podremos enseñar al alumnado sobre el valor de escuchar.

No hace falta una gran producción para hacer un buen encuentro educativo. A veces bastan unas sillas, una pizarra y ganas reales de compartir sin postureo. Lo importante no es el escenario, sino la conversación. No el nombre del ponente, sino la utilidad de lo que dice.

Ojalá algún día midamos el éxito de un congreso no por el número de asistentes ni por el ruido en redes, sino por lo que cambia después en las aulas. Por las ideas que se transforman en práctica, por los docentes que vuelven con una chispa nueva y por los alumnos que, sin saberlo, acaban beneficiándose de todo ello.

Un congreso educativo no debería ser un fin en sí mismo. Debería ser un punto de partida. Una excusa para volver a lo esencial… enseñar mejor, entender más y, sobre todo, recordar que educar es un oficio que se construye con diálogo, no con dogmas.

Porque al final, lo verdaderamente educativo de un congreso no son los discursos ni las publicaciones en las redes sociales que generan. Es salir de allí con la sensación de que, aunque uno no tenga todas las respuestas, al menos ha encontrado las preguntas correctas.

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