De vez en cuando alguien decide que para mejorar la formación docente hay que alargarla. Ahora vuelve la idea de ampliar el grado de Magisterio a cinco años y extender el máster de Secundaria a dos (enlace). Sobre el papel suena razonable. Más tiempo, más preparación. En la práctica, la historia nos dice que no siempre funciona así.

Ya se hizo algo parecido. Magisterio pasó de tres a cuatro años. El viejo CAP, aquel curso rápido y barato que servía para enseñar en Secundaria, se sustituyó por un máster de miles de euros y un año entero. Y, siendo honestos, ¿ha mejorado mucho la formación inicial desde entonces? No parece. Los recién llegados siguen enfrentándose a las mismas dificultades: falta de práctica real, de acompañamiento, de formación didáctica ajustada a lo que pasa en un aula de verdad. Lo único que ha crecido es el tiempo de formación y el coste.

Alargar los estudios es una decisión fácil de vender políticamente, pero rara vez aborda el problema de fondo. Más créditos en ciertos casos no significan más competencia profesional. Se confunde cantidad con calidad. Formar a buenos docentes no depende tanto del número de asignaturas como de cómo se vive el proceso. Un proceso que debe recoger la práctica, la mentorización, el contacto con la realidad. Y en eso, seguimos suspendiendo.

Si uno mira fuera, el panorama es otro. En Finlandia o en los Países Bajos, por ejemplo, los futuros maestros pasan menos tiempo escuchando teoría y más tiempo acompañando a docentes experimentados. No se trata de añadir cursos, sino de hacer que la formación sea realmente dual. Universidad y escuela trabajando juntas. En Alemania o en Suiza, los primeros años de trabajo están tutelados. El nuevo docente no se suelta de golpe, sino que se acompaña. En algunos lugares, incluso se les libera parcialmente de carga lectiva para seguir aprendiendo. Aquí, en cambio, los soltamos al ruedo y esperamos que sobrevivan.

Quizá, antes de proponer un año más de universidad, deberíamos pensar en cómo aprovechar los que ya hay. Reducir asignaturas repetitivas, vincular la teoría con prácticas reales, reforzar la figura del tutor de centro y del profesor mentor. Hacer que la práctica no sea una visita puntual a un aula o unas prácticas descafeinadas, sino un aprendizaje continuo. Que la universidad deje de ser un espacio paralelo y se convierta en una extensión del sistema educativo.

Y, sobre todo, dignificar la profesión desde el principio. No se trata de exigir más tiempo de estudios, sino de ofrecer mejores condiciones para aprender a enseñar. Quien se forma como docente necesita estabilidad, orientación y una estructura que lo acompañe durante los primeros años, no un nuevo máster más largo o un grado más caro.

Porque al final, lo que marca la diferencia no es el número de créditos, sino el tipo de experiencias que se viven. Un buen docente se forma viendo enseñar, reflexionando sobre lo que ocurre, recibiendo retroalimentación y teniendo margen para equivocarse. Eso no se logra alargando el calendario, sino rediseñando el camino.

Tal vez ha llegado el momento de asumir que las reformas no pasan por más años de aula universitaria, sino por mejor conexión entre universidad y escuela, entre teoría y práctica, entre formación inicial y desarrollo profesional. Alargar el tiempo sin cambiar el contenido es como estirar un chicle: parece más, pero sigue sabiendo a lo mismo.

Si realmente queremos mejorar la formación inicial, no hace falta un año más. Hace falta sentido común, coherencia y un poco menos de esa tendencia tan nuestra a creer que todo se arregla con un decreto.

¿Propuestas? Sí, tengo algunas que, seguramente necesitarían más extensión que el lanzarlas desde un simple blog como este.

  1. Una formación dual real que combine universidad y escuela desde el segundo curso. No visitas ni prácticas en bloque, sino participación constante en aulas reales.
  2. Una mentoría estructurada para que, cada nuevo docente que entre en las aulas tenga un acompañante con experiencia, reconocido y con tiempo para ejercer ese rol. No estoy hablando de los pobres tutores de prácticas que, por desgracia, ni tienen tiempo ni todos están capacitados para ese acompañamiento.
  3. Unas prácticas más largas y evaluadas «de forma seria» por docentes en activo, no solo por tutores universitarios.
  4. La reducción del peso burocrático o asignaturas inútiles en los grados y máster para centrarse en la didáctica y en el análisis de casos reales.
  5. Un programa de inducción profesional para los dos primeros años de docencia, con formación en centros y acompañamiento formativo.
  6. Una evaluación de la formación inicial con indicadores reales y no con el 99,99% de docentes que lo aprueban porque el año de prácticas es un auténtico bluf.

Seguramente hay otras medidas mejores que las que he propuesto. A esta hora de la mañana y con el tiempo que dedico a cada post no me da más tiempo para elaborarlas un poco mejor. Eso sí, debería chirriarnos a todos que la solución de algunos solo pase por aumentar horas en lugar de repensar el modelo de formación inicial del profesorado. Pero bueno, qué voy a saber yo si solo tengo la experiencia de veinticinco años de aula, aunque ahora esté fuera de ella, y habiendo sufrido un aterrizaje en el aula en el que, muy amablemente, la directora de mi primer centro cuando llegué a sustituir a un docente en noviembre, antes de decirme nada, me acompañó a un aula y me dijo… ¡Aquí los tienes! ¡Apáñate!

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2 comments
  1. Si, muy de acuerdo. Habría que revisar cómo en la universidad los profesores de magisterio o hace 30 años desde que pisaron un aula o directamente no lo han pisado nunca.
    Otro punto son las prácticas, que ahora mismo se pueden realizar gracias a la buena voluntad de las maestras y maestros que solicitan alumnos y que hacen el mismo trabajo o mayor, que el profe de la universidad, totalmente gratis. Sería más útil ese modelo dual de prácticas.

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