Hay límites. Siempre hay límites. Por mucha fuerza que uno ponga a sus argumentaciones, defienda con mayor o menor dureza sus posicionamientos e, incluso cuestione/critique ácidamente ciertas cuestiones no solo educativas, siempre hay una línea roja que jamás deberíamos pasar: la del ataque ad hominem. Bueno, más bien la del uso de la persona -que no del personaje, que puede ser ampliamente criticado- como saco de boxeo. Incluso, en ocasiones, entrando en determinadas cuestiones, o bien propias del ámbito más personal o, simplemente deseando que le sucedan determinadas cosas. No, desear la muerte a alguien no es debate. Tampoco lo es hablar de sus cuitas domésticas, salvo que alguien viva de venderlas.

Las redes sociales amplifican el debate chusco. Además dan voz a personajes, muy faltos de argumentos e inteligencia, que siempre van al ataque personal o a cuestionar “lo buen o mal profesional que es alguien” por el simple hecho de que diga algo que les guste o no. Opinar es libre. Las opiniones, al igual que los culos, son personales e intransferibles. Y sí, debe cuestionarse sin límites esas opiniones porque, al final, todo es opinable e interpretable. Incluso los datos. Todo el mundo tiene derecho a hacer una interpretación sesgada de los mismos aunque, por desgracia, esa interpretación sesgada diste mucho de lo que dicen realmente los mismos. O lo que puede inferirse de los mismos.

Es muy triste cuando alguien lleva un debate a lo personal. Es muy ruin alguien que desee la muerte a otro por sus argumentos. Es muy típico de la sociedad, cada vez más embrutecida, llevar la confrontación de ideas, a una triste lucha de barro en la que, como más chillas o, simplemente cuanto más barbaridades dices, más parece que te estés granjeando el aura por parte de determinadas personas que, por lo visto, no saben vivir sin contar con su jauría. Manadas a la orden del día. Sí, incluso en los debates educativos.

Las líneas rojas están para algo. Que no haya nadie para controlar si se cruzan es algo lógico. Nadie piensa que uno pueda ser tan descabezado como para hacerlo. Bueno, por lo visto hay algunas personas que los hacen. Ayer me tocó a mí. Un mensaje directo en Twitter en el que una maestra, con nombre y apellidos, se atrevió a desear mi fallecimiento por COVID. Además con exigencias. Más que enojo o rabia, simplemente siento pena. Pena por ella, por su vida y por la gente que la rodea. Se ha de ser muy (…) para llevar el debate muchísimo más allá de lo que marca el sentido común. Hay límites y esta persona los ha ultrapasado. No es la única. Por desgracia los límites hace tiempo, también en educación, se han vuelto muy porosos.

Se me da mejor (y eso que se me da bastante mal) escribir que ponerme frente a una cámara. Pero bueno, ayer porque me lo pedía el cuerpo, intenté resumir en unos minutos frente a la cámara lo que he intentado plasmar hoy en otro de mis prescindibles posts.

Con lo fácil que es silenciar o bloquear a alguien en Twitter. No hay necesidad de enfadarse tanto con alguien que no piense como nosotros. Es mucho más fácil olvidarse de su existencia y expresar esa rabia interior haciendo cosas más productivas que insultarle. Y hay no pocas cosas para liberar esa rabia. Todas mucho más productivas para uno.


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