Hay profesiones que pueden permitirse hablar en abstracto y profesiones que, si lo hacen, literalmente se cae un puente. La pedagogía suele instalarse en el primer caso. La ingeniería, por suerte para quienes cruzamos puentes, en el segundo. Una vive de conceptos gaseosos que suenan profundos, la otra de cálculos fríos que, curiosamente, evitan que terminemos en el río. Y quizá, solo quizá, la educación podría tomar algún apunte del gremio que hace cosas que no colapsan cuando las usa la realidad.

Durante años, en educación hemos convertido las metáforas en principios y las presentaciones en políticas. Primero viene la palabra bonita, luego el gráfico de colores pastel, y ya si eso, algún día, la evidencia. En ingeniería es al revés. Primero la prueba, después el cálculo, más tarde la validación, y si sobra tiempo y dignidad, la charla TED donde lo explicas. Aquí, a veces, hacemos la charla TED antes de saber si la metodología sobrevive a un lunes de tercera hora con adolescentes a tope de power.

Lo fascinante es que en ingeniería no se demoniza lo anterior. Si una técnica de 1880 funciona, se usa. No hace falta ponerle nombre inglés ni pegarle un logo para que parezca del siglo XXI. En pedagogía, en cambio, si no suena futurista y no incorpora al menos dos anglicismos y un vídeo inspirador, parece sospechoso. La tradición educa, pero en la moda pedagógica solo educa si la tuneas para que parezca recién salida de un laboratorio escandinavo donde todo huele a madera y café de filtro.

Luego está la cuestión de la prueba. Un ingeniero jamás diría «creo que mi puente se sostiene porque vibra de forma emocionalmente competente en un ecosistema interdisciplinar de resiliencia activa». En pedagogía, sin embargo, su equivalente conceptual puede colarse en una formación oficial sin que nadie levante una ceja. Y mientras tanto, el profesorado en el aula mira todo eso y piensa lo que realmente importa… ¿esto aguanta o se rompe? Sorprende cuántas cosas se han roto sin que nadie haya pasado lista.

También deberíamos aprender a aceptar el fallo sin convertirlo en epopeya teórica. En ingeniería, si algo falla, se revisa. En pedagogía, a veces se reescribe el discurso para justificar por qué no funcionó pero en el fondo sí funcionaba si lo hubieras entendido bien, si el alumnado hubiera sido otro, si el centro fuera Finlandia y si la luna estuviera en fase creciente. El aula es gravedad. Todo lo que no se sostiene, cae. Y no hace falta escribir un manifiesto para justificarlo. Solo hace falta reconocerlo, ajustar y volver a probar.

La pedagogía no necesita convertirse en ingeniería, faltaría más. Esto va de otra cosa. Va de que un poco de método, un poco de humildad y un poco de contacto con el terreno pueden hacer milagros. Que antes de enamorarnos de conceptos brillantes, quizá convenga preguntarse si funcionan fuera del Canva. Que cuando llegue la próxima ola de terminología revolucionaria, podamos sonreír, tomar aire y decir… vale, muy bien, pero ¿esto aguanta una clase del viernes a última hora o solo una ponencia con wifi y aplausos? Porque si no aguanta el aula, por muy inspirador que sea, seguirá siendo decorado.

La pedagogía necesita emoción, sí. Necesita humanidad, sin duda. Pero también necesita planos. Necesita pruebas. Necesita menos mística metodológica y más rigor tranquilo. Porque, en última instancia, lo que hacemos en los centros no es storytelling. Es arquitectura humana. Y como cualquier buena estructura, mejor si no se cae cada vez que sopla viento.

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