Hubo un momento, no tan lejano, en el que las redes sociales educativas parecían una plaza pública llena de entusiasmo. Ideas nuevas, recursos que ayudaban, conversaciones que abrían ventanas. Incluso discrepábamos, pero desde la curiosidad. Hoy, a veces, parece otro lugar. Ruido, cansancio, trincheras improvisadas y señalamientos rápidos. Y uno se pregunta cuándo dejamos de conversar para empezar a clasificarnos.

Es fácil señalar culpables y construir relatos en los que unos destruyen y otros resisten. Pero rara vez es tan simple. Las redes no son la escuela. No hay patio, no hay miradas, no hay silencios que obliguen a escuchar. Todo se acelera. Todo se interpreta. Y todo parece urgente aunque no lo sea. Quizá lo que ha cambiado no sea tanto la educación como la forma en que la ventilamos públicamente.

La pregunta, entonces, no es quién tiene la culpa, sino si podemos hacer algo distinto. Si es posible recuperar un espacio que no sea campo de batalla ni escaparate. Si podemos volver a construir conversación sin miedo a equivocarnos ni a que alguien convierta un matiz en una declaración de guerra pedagógica.

Tal vez el primer paso sea sencillo y difícil a la vez. Recordar que detrás de cada cuenta hay alguien que entra a clase cada día, que intenta hacerlo lo mejor posible con lo que tiene, que se cansa, que aprende, que duda. O que, incluso que no entre en el aula, tiene interés en lo que sucede a sus hijos o en que, en un futuro, tengan alguna posibilidad en un mundo cada vez más complejo. La deshumanización empieza cuando olvidamos lo básico. Quien opina también trabaja, también respira, también educa desde su parcela.

El segundo paso podría ser rebajar la épica. La educación no es una guerra cultural, por mucho que algunos necesiten que lo parezca para justificar su discurso. La mayor parte del profesorado no está liderando revoluciones ni participando en conspiraciones metodológicas. Está intentando que su alumnado crezca un poco más que ayer. No hace falta convertir cada conversación en un juicio moral.

Y el tercero, quizás el más importante. Construir valor en silencio. No necesitamos ganar debates para mejorar la escuela. A veces basta con compartir sin imponer, preguntar sin retar, explicar sin performar. Contar lo que funciona sin convertirlo en dogma. Reconocer el mérito ajeno sin miedo a que le reste brillo al propio.

Volverá la calma cuando dejemos de entrenar el músculo del choque y empecemos a entrenar el de la escucha. No significa callar. Significa entender que no todo requiere respuesta, que no todo merece fuego cruzado, que la educación es demasiado importante como para gastarla en batallas pequeñas.

Quizá el futuro de las redes educativas no pase por grandes pactos, sino por pequeños gestos. Un tono más amable, un desacuerdo sin ironía, una duda planteada sin esperar aplausos, un silencio que no sea abandono sino descanso. Si aspiramos a que el alumnado aprenda a convivir, no estaría mal empezar por practicarnos un poco de pedagogía entre adultos.

Al final, la escuela siempre gana cuando recordamos que construimos comunidad, no relatos heroicos. Y las redes también pueden ser eso. No lugar de unanimidades -eso no existe-, sino lugar donde cada uno aporta desde su realidad, sin necesidad de vencer a nadie.

No sé si revertiremos el ambiente por completo. Pero sí sé que cualquier día, cualquiera de nosotros puede empezar a cambiar el tono. A veces basta con escribir desde la calma cuando otros gritan, o con no entrar en la discusión que solo busca eco. Lo que se contagia rápido a veces también se cura así. Por presencia, por pausa, por ejemplo.

Y tal vez esa sea nuestra mejor herramienta. No abandonar el espacio, sino habitarlo mejor. Un mensaje cada vez. Un matiz cada vez. Una conversación que respira.

No me gustaría acabar este artículo sin entonar, como hago siempre, el mea culpa. Es muy fácil caer en la confrontación, especialmente cuando algunos la buscan, a falta de argumentos o ganas de debates educativos de calado, cada día. Pero, sabéis qué… al final los únicos que dan voz a estos personajes son los que, por desgracia, tenemos un mal día y acabamos dando importancia a lo que dicen o nos queremos reír de ellos. Algo que, por culpa de los algoritmos, hace que tengan una importancia que no tienen (ni en las redes, ni en las aulas). La vida, como bien sabéis, es demasiado corta para «vivirla» en las redes.

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