He dormido fatal. No es novedad. Ya es algo habitual en mí en los últimos años y, por desgracia, este calor, asfixiante y desesperante, no hace que duerma mejor. Ni ninguno de los grandes inventos de la humanidad. Lo sé. A estas alturas de mi vida ya hay pocas opciones de que la cosa varíe. Ni con esa medicación que te promete que conseguirás descansar y levantarte como si fueras un chaval de veintipocos. Ya no cuela.
Y nada. Son las seis de la mañana y antes de pasar por ducha y restauración me he puesto a reflexionar, como hago en múltiples ocasiones y, como siempre, sabiendo que alguien va a ir de nuevo al ataque personal (¡pobrecicos!), acerca de la pátina de felicidad que le ponemos a la escuela. A la educación en general. Así pues, si os apetece leer de nuevo algo que he escrito, mal dormido, con el primer café ya del día y muy poco sensible, aquí tenéis una reflexión acerca de la dictadura de la escuela feliz.
No se puede decir. No está bien visto. Pero hay que decirlo… la obsesión enfermiza por hacer de la escuela un lugar feliz está destrozando la educación… y al alumnado.
Se ha instalado la idea de que la escuela debe ser una burbuja emocional, un spa afectivo donde todo el mundo sonría, nadie se frustre y cada experiencia sea “motivadora”. Y como suele pasar cuando se abraza una consigna sin pensar, hemos pasado del “el bienestar es importante” a una versión completamente distorsionada. Una versión en la que si no estás feliz en el aula, algo estás haciendo mal.
¿Que te cuesta una actividad? Es que no está bien adaptada a tu estilo de aprendizaje. ¿Que te frustras porque no te sale algo? Es que el profe no te ha acompañado emocionalmente. ¿Que suspendes? Trauma. ¿Que no te interesa nada? No se te puede forzar: se te tiene que “conectar desde la emoción”.
El resultado… mucha apariencia de felicidad, y por debajo, un desbordamiento emocional creciente. Porque fingir estar siempre bien también cansa. Y vivir en un entorno que te sobreprotege de todo malestar, hasta el punto de anestesiar cualquier dificultad, es una receta perfecta para la fragilidad.
Lo estamos viendo ya. Nunca se habían puesto tantos cartelitos de “tú puedes” en las aulas, y nunca habíamos tenido tantos chavales desbordados, ansiosos, paralizados. El aumento de problemas de salud mental entre el alumnado es innegable. Pero seguimos diciendo que “están bien”, porque hacen yoga los lunes o porque decoran su rincón emocional con piedras de colores.
Lo que no quieren oír algunos es que esta idea de felicidad constante, este miedo a la tristeza, a la tensión, al error, está generando alumnos emocionalmente más vulnerables. Porque no han aprendido a frustrarse. Porque nadie les ha dicho que sentirse mal a veces forma parte del proceso. Que el aprendizaje real no siempre es bonito. Que leer un texto difícil, equivocarse en un examen o no entender una explicación a la primera no son fracasos personales, sino parte de la vida escolar. O mejor dicho, parte de la vida.
Pero la nueva pedagogía emocional no acepta eso. Exige que el aula sea un espacio de validación continua, donde todo está bien, donde todo se aplaude, donde todo se celebra. Y si alguien no se adapta a ese ambiente de positividad obligatoria, se le señala. Aunque ese alguien sea un alumno con ansiedad que necesita estructura, o un chaval con TDAH al que le iría mejor un poco de orden que una lluvia de abrazos simbólicos.
Y mientras tanto, el contenido va desapareciendo. La lectura se sustituye por carteles. La escritura, por dinámicas. La reflexión, por emociones compartidas. Y lo que queda es un envoltorio educativo precioso, con paredes llenas de frases motivadoras, pero con un fondo pedagógico que hace agua por todos lados.
Claro que hay que cuidar el bienestar emocional del alumnado. Faltaría más. Pero cuidarlo no es protegerlo de todo. Es prepararlo para la realidad. Para los retos. Para la frustración. Para el esfuerzo. Para la incomodidad que supone aprender cosas nuevas. Porque nadie aprende de verdad si todo lo que hace es cómodo. Y nadie se fortalece emocionalmente si todo lo que recibe es validación sin límite.
Pero decir esto incomoda. Porque rompe la fantasía. Porque recuerda que el aula no es un mundo perfecto. Porque desmonta el relato de que, si todos están sonriendo, entonces todo va bien.
Pues no. No todo va bien. No va bien que cada vez más alumnos estén medicados. No va bien que aumenten los casos de ansiedad, de crisis emocionales, de bloqueos. No va bien que el único objetivo sea que los chavales “se sientan felices”, aunque no aprendan nada. No va bien que el esfuerzo esté mal visto. No va bien que confundamos felicidad con evasión.
Quizás es hora de recordar que la escuela no es una fiesta. Que no está para entretener, ni para maquillar, ni para evitar conflictos. La escuela está para enseñar. Para formar. Para acompañar, sí, pero también para exigir. Para frustrar, para retar, para empujar. Y eso, voy a aclararlo para los del encefalograma plano, no implica que deba ser un lugar donde impere el sadismo. Hay muchos tonos de grises. Sé que a algunos les cuesta verlos, pero existen.
Solo enfrentándose a lo anterior construye algo parecido a una verdadera felicidad. No la de los carteles de colores, sino la que llega después de haber comprendido algo difícil, de haber superado una barrera, de haber logrado algo por ti mismo. Y eso no lo da ningún mural de “Hoy va a ser un gran día”.
Lo sé. Quizás no era el artículo que querías leer a esta hora de la mañana, pero es lo que ha surgido de mis dedos a estas horas. Ya sabéis, los que me seguís habitualmente, que la falta de coherencia en mis redactados es uno de mis múltiples defectos. Gracias, como siempre, por acompañarme al otro lado de la pantalla.
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4 comments
Jordi. Mira esto.
Cuando lo de contextualizar a situaciones cercanas al alumno se nos va de las manos, se crean situaciones de crueldad innecesaria como esta:
https://www.eldiario.es/comunitat-valenciana/indignacion-foto-dana-examen-selectividad-destinado-alumnos-sufrieron-catastrofe_1_12436335.html
Coincido plenamente con su tesis: vivimos en una época marcada por un afán desmedido de positivismo superficial, uno que resulta hueco, impostado, y muchas veces ciego frente a la realidad. Esta tendencia, lejos de motivar o inspirar, termina por invisibilizar el dolor, el agotamiento y las tensiones reales que atraviesan muchas profesiones, especialmente la docencia.
A propósito de las noticias recientes desde México y el caso del profesor Esteban, queda en evidencia que la labor docente se enfrenta a límites que rayan en lo absurdo. Enseñar se ha convertido en una profesión de alto riesgo —no sólo por las implicaciones políticas o los juicios morales que se imponen sobre cada palabra y acción del maestro, sino también por el desgaste emocional, mental y físico que conlleva.
Todo esto plantea una pregunta urgente: ¿hasta qué punto puede el sistema exigir tanto a quienes educan, sin ofrecerles a cambio condiciones dignas, seguras y humanas?
Hola Jordi, te leo a menudo y hoy no me puedo resistir a escribirte algo…
Comparto todo lo que dices y soy desde hace mucho tiempo de esa opinión, la escuela se parece cada vez más a un parque de atracciones, con miles de efemérides y buen rollito, que nos hacen perder el tiempo y alejan de lo verdaderamente importante, hacer crecer a nuestros alumnos (y de paso a sus familias)
Me ha encantado! Gracias por la dosis de realidad… el que algo cueste, es bueno, también!!
La escuela es reflejo de la sociedad y ya ves como está todo!