Vivimos en la era del altavoz. Cualquiera con conexión, cámara y una pizca de desparpajo puede convertirse en referente. Ya no hace falta un título, ni experiencia, ni conocimiento real. Basta con saber sostener el móvil en el ángulo adecuado y decir lo que la gente quiere oír.

El problema no es que existan influencers. El problema es que muchos adolescentes los confunden con maestros, y muchos adultos han renunciado a ser referentes para delegar esa tarea en el algoritmo.

Porque sí, los influencers educan. Aunque no lo pretendan. Modelan lenguaje, valores, aspiraciones y prioridades. Y a diferencia de nosotros, los docentes, no tienen que justificar nada ante nadie. No hay inspección educativa que los evalúe, ni familias que pidan tutorías. Su poder es libre y su responsabilidad, difusa.

Y cuando uno junta libertad sin responsabilidad, el resultado suele ser ruido.

Hay influencers que motivan, inspiran y hasta ayudan a pensar. Los hay que divulgan ciencia, literatura, filosofía, historia o física con una pasión contagiosa. Esas personas demuestran que las redes pueden ser un aula global. Pero también están los otros. Los que trivializan, los que mienten con buena dicción, los que convierten la ignorancia en espectáculo rentable. Y esos son los que copan los “para ti” de millones de adolescentes cada día.

La paradoja es demoledora… cuanto más absurdo el contenido, mayor el alcance.

Un vídeo de 15 segundos riéndose del esfuerzo o glorificando el engaño tiene más impacto que una hora de clase explicando por qué aprender cuesta. Y a base de repetirlo, el mensaje cala. Lo fácil vende. Lo complejo aburre. Lo inmediato triunfa.

Es fácil entender por qué. El algoritmo no busca educar, busca retener. Premia el clic, no el criterio. Y si gritas, exageras o polarizas, te empuja al centro de la escena. Así, los referentes que terminan triunfando no son los que aportan, sino los que entretienen. Y el entretenimiento, cuando sustituye a la educación, deja un vacío que se llena con cualquier cosa.

A veces olvidamos que la adolescencia es una etapa de construcción, de identidad, de valores, de mirada. Es el momento en el que uno busca modelos fuera de casa y fuera del aula. Si esos modelos son personas que hacen apología del engaño, la violencia, el desprecio o la superficialidad, no podemos extrañarnos de que la ética se disuelva en trending topics.

El debate no debería ser si los influencers educan, sino qué tipo de educación están ofreciendo.

Porque lo hacen. Enseñan lo que significa tener éxito, cómo tratar a los demás, qué merece atención y qué puede descartarse. Son pedagogos del consumo y del ego, con guion y banda sonora. Y muchos adolescentes los siguen con devoción porque, sencillamente, no encuentran en su entorno otras voces igual de potentes.

Quizá el reto educativo del siglo XXI no sea enseñar a usar la tecnología, sino enseñar a desconfiar de ella. No basta con alfabetizar digitalmente. Hay que alfabetizar emocionalmente, enseñar a distinguir influencia de manipulación.

Lo anterior, paradójicamente, no se aprende en las pantallas, sino en la conversación y el ejemplo.

Decirle a un adolescente “no sigas a ese influencer” sirve de poco. Lo importante es ofrecerle alternativas. Personas reales que merezcan ser escuchadas. Un docente que apasiona, una madre que argumenta, un amigo que cuestiona.

La autoridad no se impone; se conquista.

Y en eso, los influencers nos están ganando la partida.

Tal vez deberíamos asumir que parte de su éxito viene de lo que el sistema educativo (y social) ha dejado vacío. Les damos más visibilidad que criterio, más exposición que sentido, más conexión que vínculo. Les decimos que pueden ser lo que quieran, pero no les enseñamos a querer ser algo con valor.

Y entonces llegan esos vídeos que convierten en chiste el esfuerzo o en meme la cultura, y la risa es tan fácil que desarma cualquier argumento.

No todos los influencers son el enemigo, ni todos los docentes somos el ejemplo. Pero la línea entre educar e influir nunca había sido tan fina.

Si quienes trabajamos en educación no participamos del debate público, otros lo harán por nosotros. Y lo harán desde el marketing, no desde la pedagogía.

No se trata de competir con el algoritmo, sino de recordar que hay una diferencia entre tener audiencia y tener autoridad moral.

Por eso, cuando alguien se ríe de que un influencer promueva el desinterés, no basta con indignarse… ¡hay que actuar!

No hace falta abrir un canal en TikTok ni disfrazar la docencia de show. Basta con hacer que los adolescentes encuentren en nosotros lo que no hallan en la pantalla: coherencia, curiosidad y respeto.

Porque al final, los influencers pasarán, los formatos cambiarán, las redes mutarán.

Pero el valor de un referente -el de verdad, no el de los likes- seguirá siendo el mismo. Alguien que dice lo que hace y hace lo que dice.

Podéis descargaros mi último libro en formato digital, TORREZNO 3PO: un alien en educación, desde aquí.

Me podéis encontrar en X (enlace) o en Facebook (enlace). También me podéis encontrar por Telegram (enlace) o por el canal de WhatsApp (enlace). ¿Por qué os cuento dónde me podéis encontrar? Para hacerme un influencer de esos que invitan a todos los restaurantes, claro está. O, a lo mejor, es simplemente, para que tengáis más a mano por dónde meteros conmigo y no tengáis que buscar mucho.


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