En un rincón tranquilo del campus universitario, vivía un pedagogo llamado Eugenio. Con una extensa carrera académica y una confianza que a veces rozaba la arrogancia, siempre había creído que sabía exactamente cómo enseñar en la universidad. Sin embargo, una revelación sorprendente estaba a punto de sacudir sus cimientos: ¡Eugenio iba a descubrir que no tenía ni la menor idea de cómo impartir clases universitarias!

En una soleada mañana de junio, Eugenio entró en el aula con su porte habitual. Había preparado una lección magistral sobre Freire y estaba seguro de que iba a impresionar a su alumnado. A medida que hablaba, notó que las miradas de los alumnos estaban en cualquier lugar menos en él. Y eso que se había puesto gomina a más no poder, para poder mejorar su porte todavía más de lo habitual. Al final de su monólogo, el silencio en el aula era tan incómodo como revelador.

Finalmente, una alumna levantó la mano: “Profesor, ¿podría simplificar un poco lo que acaba de decir? ¿Podría explicar un poco el sentido que tiene saber cosas de este señor? No logro seguir el hilo”.

Eugenio, intentando mantener su seguridad, repitió su perorata, ampliando su explicación sobre su gurú con el ataque contra los docentes de etapas obligatorias y recomendando que le siguieran en las redes sociales, donde lo explicaba mucho mejor, usando mensajes de amplio calado ideológico. Aunque los alumnos asintieron, sus expresiones confundidas dejaban claro que algo no estaba funcionando.

Después de la clase, Eugenio se recluyó en su despacho, rodeado de montones de libros y notas, además de tener abierto su vademécum de recursos denominado X. Su búsqueda inicial de claridad se convirtió en una lucha contra la frustración. “¿Cómo es posible que no comprendan algo que está tan claro? ¿Cómo no pueden comprender que los futuros pedagogos que estoy moldeando sean incapaces de entender que están por encima del bien y del mal? ¿Cómo van a saber criticar en un futuro las clases magistrales sin que yo les esté dando una clase magistral?”, se preguntaba, rascándose la cabeza, que empezaba a estar despoblada, con desesperación.

Decidido a encontrar una solución, Eugenio comenzó a investigar sobre el coaching educativo. Pronto se dio cuenta de que enseñar no era solo transmitir conocimientos, sino también guiar, motivar y facilitar el aprendizaje de los estudiantes. Además, era algo que siempre defendía que hicieran los otros. Así que se dijo… ¿por qué no voy a probar mis propias recetas?

Sin embargo, cuanto más profundizaba en el mundo del coaching, más sentía que algunas técnicas eran más trucos psicológicos que auténticas estrategias educativas.

Intrigado pero también escéptico, Eugenio decidió seguir adelante con su plan de convertirse en un experto en coaching educativo. Empezó a aplicar estas técnicas en sus clases, utilizando frases motivadoras y ejercicios llamativos para captar la atención de sus alumnos. Al principio, parecía funcionar. Los alumnos estaban más atentos y participativos.

Pero pronto, Eugenio comenzó a sentirse como un charlatán. Las técnicas de coaching parecían más destinadas a entretener que a educar de verdad. Aunque sus alumnos parecían más interesados, la comprensión real y el aprendizaje significativo brillaban por su ausencia. Eugenio se dio cuenta de que había caído en la trampa de convertirse en un engañabobos en lugar de un verdadero pedagogo.

Eugenio decidió que era momento de cambiar de rumbo. Dejó atrás el coaching educativo y se concentró en recuperar la autenticidad en su enseñanza. Volvió a lo básico: escuchar a sus alumnos, simplificar sus explicaciones y asegurarse de que el aprendizaje fuera significativo y no solo entretenido.

Con el tiempo, Eugenio consiguió a conectar con sus alumnos de una manera genuina y respetuosa. Dejó de lado las modas pedagógicas, las pseudociencias y lo que vendía en las redes sociales, y se centró en ser un educador preocupado por el aprendizaje real. Cada día se levantaba con entusiasmo, listo para enfrentar las nuevas experiencias que la enseñanza universitaria le ofrecía.

Y así, en esta historia de autodescubrimiento, Eugenio nos demuestra que no todas las tendencias educativas son adecuadas para todos. Su experiencia con el coaching educativo subraya la importancia de mantener la integridad en la enseñanza y de cuestionar las modas que podrían comprometer la verdadera educación. Después de todo, la educación es un compromiso profundo con el crecimiento y la comprensión real, y no una serie de trucos para captar la atención de los estudiantes.

Eso sí, hoy Eugenio ya tiene preparadas sus publicaciones en las redes sociales en las que va a apostar fuertemente por el DUA, las inteligencias múltiples y la necesidad del “hacer por hacer”, mediante estrategias de coaching emocional. Es que Eugenio, a pesar de haber tenido problemas en su aula, no es tonto. Y sabe muy bien que mantener ese discurso le va a dar seguidores en las redes sociales, acceso a cursos y una notoriedad que no podría conseguir si no se metiera con los demás.

Se trata de una historia ficticia, ya que Eugenio no existe y es solo producto de la imaginación calenturienta de quien escribe. Alguien que hoy está muy cansado y que necesita, con urgencia, que acabe la jornada laboral de hoy. Una jornada en la que todos los que nos dedicamos a la educación vamos a intentar dar lo mejor de nosotros. Incluso ese Eugenio que no existe.

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