Hay quien, desde ciertos altavoces y con una gran promoción mediática, se atreve a proclamar que el futuro de un niño depende únicamente del entorno familiar en el que nace. Afirman, con la petulancia de quienes han llegado al ático, en muchos casos no sin esfuerzo, que «el ascensor social no existe». Prefieren así bloquear el botón, quizás de forma inconsciente, para que nadie más suba. Pero entonces, ¿para qué existe la escuela? ¿Para decorar las aulas con pizarras y pupitres? ¿Para mantener entretenidas las horas del día y que las familias puedan conciliar? Porque si ya está todo escrito por los genes y dónde se nace, apaga y vámonos.

Por suerte, hay quienes creemos, con todos los límites que queráis ponerle, en el poder transformador de la educación. Sí, ese concepto pasado de moda, que para algunos se denomina rancio, pero milagroso. Tengo muy claro que no se trata de bajar el listón, sino de ofrecer todas las herramientas posibles para que cada alumno, venga de donde venga, pueda saltar tan alto como sus compañeros. Es curioso cómo la falsa inclusión de la que tanto alardean algunos parece más bien una exclusión maquillada. ¿Os suena la frase «no vamos a exigirles tanto porque, pobrecitos, no podrán». Es un insulto. A los niños y a la educación. Y a todo lo que se está invirtiendo en ella, tanto a nivel sociedad como a nivel individual.

En lugar de bajar contenidos, deberíamos estar subiendo oportunidades. Démosles acceso a la educación y exijámosles. Ayudemos a las familias en dificultades para que puedan involucrarse más en la educación de sus hijos o que, el trabajo que se realiza en las aulas, no se quede solo ahí. Si creemos en el determinismo, algunos jamás podrán mejorar la situación de partida. Y eso es muy triste. Muy triste porque, al final, lo único que hace es perpetuar lo que, curiosamente, los que defienden una reducción de contenidos y aumento de herramientas para ir por la vida, defienden. A planchar y a hacer la cama, se aprende en otros lugares. Y creo que estoy siendo bastante claro, más todavía con los tiempos de los que disponemos para que ese alumnado más vulnerable pueda salir a flote.

La escuela no está para hacer sentir a nadie menos válido ni para perpetuar desigualdades. Está para enseñar que el esfuerzo, con el apoyo adecuado, puede derribar barreras. Así que no. No me voy a conformar con una educación que suene bien pero que no lleve a ninguna parte. Los más vulnerables no necesitan que les tengan lástima; necesitan que les abran puertas.

Si seguimos creyendo que la educación es la llave del progreso, tendremos que estar dispuestos a demostrarlo. No basta con discursos, ni con bajar la exigencia por su bien. Como diría cualquier alumno bien preparado: menos excusas, y más acción. Al fin y al cabo, el conocimiento no pesa. Lo que pesa es el prejuicio de aquellos que no quieren repartirlo.


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