Ayer comenté a alguien (¡no me acuerdo a quién!) en una comida con gente fantástica a todos los niveles que, por desgracia, cada vez tengo menos tiempo para disfrutar de escribir en mi blog. No todo el mundo, por suerte, me lee. Y por suerte, los que me leen, por cuestiones legales, jamás tienen a su disposición ningún elemento para poder silenciarme. Bueno, hay piedras por doquier. Pero no demos ideas.
Hoy, relacionado tangencialmente con esa conversación, me he puesto manos a la obra de nuevo, a horas intempestivas, para darle forma a esto que vais a leer ahora. Además se ha dado la casuística de haber recibido ofertas de entrevistas que algunos medios llevan pidiéndome los últimos días como «experto» en algo que escribí. Eso sí, como siempre, rechazando esas propuestas porque, como repito a menudo, lo de la mediatización solo les interesa a algunos por dos motivos: sentirse realizados o ganar pasta. Lo segundo no está mal, pero tener que escribir o decir ciertas cosas para ello es muy triste.
¿Por qué alguien se autoproclama experto educativo? ¿Por qué existe una especie, que se desliza por las redes sociales y los medios de comunicación, ansiosa por ser vista, escuchada y, por supuesto, contratada? Dicen tener las respuestas a todos los males del sistema educativo, pero curiosamente, son los que menos pisaron un aula o entienden cómo funciona la educación.
Por tanto, hoy mi objetivo es hacer de investigador y desentrañar, de nuevo, por qué estas personas están tan interesadas en venderse como expertos cuando, en realidad, saben más bien poco.
Primero, es fundamental entender el atractivo de ser un experto educativo. Es una etiqueta que abre puertas, conferencias y, por supuesto, las carteras de quienes buscan soluciones rápidas. En un mundo donde la imagen lo es todo, tener una presencia destacada en redes sociales puede ser más valorado que la experiencia real en el campo. Ser un gurú educativo no siempre requiere haber enfrentado los desafíos diarios de enseñar a treinta adolescentes con más hormonas que interés en tu asignatura. Y ya no digamos el no haber gestionado nunca nada más allá, con suerte, de la separación de la ropa por color antes de ponerla en la lavadora.
Estas personas, a menudo, son maestras en el arte de la retórica. Saben cómo empaquetar ideas simples en un lenguaje aparentemente complejo para impresionar a quienes no conocen el terreno. Innovación pedagógica, disrupción educativa, metodologías emergentes,… son palabras y frases que suenan muy bien pero que, en la práctica, a menudo son más humo que fuego. Se trata de saber cómo vender el mensaje, no necesariamente de tener un mensaje sólido.
Un ejemplo clásico es cuando empiezan a hablar sobre las maravillas de la tecnología en el aula. No me malinterpretéis. La tecnología tiene su lugar, pero escuchar a alguien que nunca ha tenido que lidiar con un proyector que se niega a funcionar, mientras treinta pares de ojos te miran con impaciencia, puede resultar, como mínimo, frustrante. Prometen revoluciones educativas con un clic, olvidando que la educación sigue siendo un proceso humano, con sus complejidades y matices.
La ironía está en que, cuando se les pide que pongan en práctica sus grandiosas teorías, suelen desaparecer o, peor aún, reaccionan con rabia y frustración. Pasan del discurso florido a la indignación personal, porque, en el fondo, saben que sus conocimientos son superficiales. Es mucho más fácil criticar o proponer desde la barrera que entrar en la arena y lidiar con la realidad.
Otro fenómeno curioso es cómo estos supuestos expertos parecen tener una receta mágica para cada problema. Da igual si se trata de la desmotivación estudiantil, la falta de recursos o la burocracia interminable. Ellos siempre tienen la solución. Una que, casualmente, nunca se ha implementado en su propia experiencia porque, bueno, nunca estuvieron allí para hacerlo.
Entonces, ¿cómo deberíamos lidiar con estos personajes? Primero, cultivando un sano escepticismo. No todo lo que brilla es oro, y no todo el que habla sobre educación tiene la experiencia para respaldar sus palabras. Preguntar por ejemplos concretos y resultados medibles es una buena forma de separar el trigo de la paja.
También es vital seguir valorando la voz de aquellos que están en las trincheras: los docentes que día a día enfrentan y superan los desafíos del aula. Ellos son los verdaderos expertos, aunque no tengan miles de seguidores en X (los modernos en Bluesky), Instagram, TikTok, ni perfil profesional en LinkedIn.
En conclusión y para no hacerme pesado (bueno, simplemente, porque mi mente a estas horas no da más de ella), los supuestos gurús de la educación son un recordatorio de que vivimos en tiempos donde la apariencia puede pesar más que la sustancia. Sin embargo, no debemos perder de vista que la educación de calidad se construye con trabajo duro, experiencia y, sobre todo, con una comprensión profunda de lo que realmente sucede en las aulas y en los lugares donde se gestiona todo.
Yo les pediría a algunos… menos palabras grandilocuentes y más hechos concretos, por favor. Eso sí, reconozco que es mucho más cómodo echar las culpas a los demás, dejar tu trabajo para ir a presentar tu libro o conceder, en algún medio, una entrevista para hablar hoy de IA, mañana de didáctica del uso de la cuchara y, si se tercia, de cómo afecta la existencia de los leones de mar al aprendizaje del alumnado con necesidades educativas especiales.
No me lo tengáis en cuenta. Hoy he dormido un poco mejor que ayer pero, por desgracia, sigo durmiendo demasiado poco.
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