Escuelas sin deberes, sin libros, sin exámenes… y sin aprendizaje

Vivimos un momento glorioso. La educación ha alcanzado un nivel de iluminación pedagógica tan alto que ya no necesita libros, ni exámenes, ni deberes. Todo lo que durante décadas funcionó más o menos, con sus miserias, ha sido sustituido por algo mucho mejor… una nebulosa de metodologías bonitas, frases inspiradoras en las paredes del aula y muchas actividades «significativas” donde el alumno construye su conocimiento mientras pega post-its o graba un pódcast sobre emociones.

Ya no hace falta estudiar. Ahora se “descubre”. No hace falta escribir: se “expresa”. No hace falta leer: se “explora el entorno”. Y si hay que evaluar algo, mejor si se hace con gomets, autoevaluaciones del tipo “¿cómo me he sentido hoy?” y rúbricas tan amplias que todo cabe en ellas, incluso el vacío.

¿Resultados? No importa. La narrativa se ha impuesto a la evidencia. Si un alumno no sabe escribir una redacción decente en 4.º de ESO, el problema no es que le hayamos quitado todos los espacios donde se exigía redactar. Es que tiene “otros talentos”. Si no entiende un texto expositivo, es que “aprende de otra manera”. Y si no distingue un sustantivo de un verbo, da igual. Total, ya nadie escribe cartas ni currículums.

Estamos construyendo una escuela buenista que confunde exigencia con represión, y esfuerzo con trauma. Una escuela que ha comprado sin crítica la idea de que todo lo que suene a tradicional es malo, y todo lo que venga con colorines y anglicismos es progreso. Se habla de “learning by doing”, pero nadie se pregunta qué es exactamente lo que se aprende mientras se hace. Porque claro, cuestionarlo sería ser retrógrado.

Y no se trata de pedir más exámenes por pedirlos. Ni de recuperar los cuadernillos Rubio por nostalgia. El problema es que hemos vaciado el sistema de cualquier elemento que implique profundidad, dificultad o paciencia. Lo hemos convertido en una carrera de actividades dispersas, donde el foco no está en aprender, sino en no aburrirse. El aula ya no es un lugar de conocimiento, sino un parque temático metodológico.

El resultado está a la vista. Lo dicen los informes, aunque nos moleste leerlos. Lo dicen los docentes que, en silencio hasta hace poco, han intendado mantener cierto nivel sin que les acusen de ir contra la pedagogía. Lo dicen incluso las universidades, que se ven obligadas a impartir cursos de redacción básica porque muchos alumnos llegan sin saber estructurar un texto. Pero da igual. Siempre habrá alguien que diga que esos datos “no miden lo que de verdad importa”.

La paradoja es que, en nombre de la inclusión, estamos generando más desigualdad. Porque quien tiene una familia que refuerza en casa, acceso a libros, herramientas, vocabulario, saldrá adelante. Pero quien depende solo de la escuela y no recibe ningún tipo de exigencia, está condenado a quedarse fuera. Y todo mientras le repetimos que es maravilloso y que no hace falta esforzarse, porque “ya llegará su momento”.

Quizá hemos confundido cuidar con sobreproteger. Motivar con entretener. Incluir con fingir que todos aprenden lo mismo solo porque participan. Y mientras tanto, vamos coleccionando generaciones que saben hacer murales, pero no saben redactar un argumento. Que trabajan en grupo, pero no saben pensar por sí mismos. Que han vivido proyectos preciosos, pero no recuerdan nada de lo que supuestamente aprendieron en ellos.

Claro que hay que cambiar cosas. Claro que el sistema tradicional tenía mil problemas. Pero sustituirlo por una nada disfrazada de innovación no es la solución. Es simplemente otro tipo de fracaso, más amable, más moderno y más fotogénico, pero fracaso al fin y al cabo.

Quizá es hora de dejar de buscar escuelas sin libros, sin deberes, sin exámenes… y empezar a buscar escuelas con aprendizaje. Aunque para eso haya que hacer cosas que no se pueden grabar para Instagram.

Salir de la versión móvil