Creo que jamás he publicado una fotografía de mi hija o de mi familia en las redes sociales. Creo que más allá de publicar fotos de paellas, cuando era usuario activo de Twitter (ahora X), de horchatas en verano, en las que se ven, como mucho las manos o, quizás alguna imagen de alguna comida que he hecho con compañeros y compañeras que he conocido por las redes sociales, no soy partidario de exponer mediáticamente nada de lo que hago en mi vida personal. Y ya no digamos, desde hace muchos años, el exponer a ninguno de mis alumnos o los lugares de trabajo en los que he realizado mi labor profesional.
Es que, como ya he dicho en más de una ocasión, a mí me preocupa exponer mi vida personal a desconocidos. Bueno, ahora pensándolo bien, sé que en alguna ocasión, especialmente cuando he estado más sensible o peor de salud, lo he hecho. Es lo que tiene la puñetera inmediatez y el bombardeo incesante de deber publicarlo todo. Algo de lo que tira una sociedad que ha tirado por la borda, de forma masiva, su privacidad para ofrecerla a cualquiera que disponga de un dispositivo móvil conectado a internet.
En los últimos años, estamos asistiendo a un fenómeno cada vez más extendido: el de los docentes que comparten su vida personal y profesional en las redes sociales, buscando el reconocimiento, el aplauso o el seguimiento de miles de personas. Estos docentes, que podríamos llamar (o más bien se les denomina) influencers, exponen toda clase de detalles sobre su trabajo, su familia, sus aficiones, sus viajes o sus emociones, sin reparar en las consecuencias que esta sobreexposición mediática puede tener para ellos mismos, para sus alumnos o para la educación en general.
¿Qué motivos llevan a estos docentes a exhibirse de esta manera en las redes sociales? ¿Qué beneficios o perjuicios obtienen de ello? ¿Qué riesgos corren al hacerlo? ¿Qué impacto tiene esta práctica en la calidad de la enseñanza y el aprendizaje? Estas son algunas de las preguntas que me planteo como docente y como usuario activo de las redes sociales, y que intentaré responder en este artículo, desde una perspectiva crítica y reflexiva. Se trata, como siempre digo en estos casos, de mi opinión personal. Y no voy a intentar que nadie cambie lo que está haciendo porque si uno quiere dejar de tener privacidad, publicar fotografías de su outfit, hacerse fotos desde el pijama, pasando por el baño a acicalarse, hasta que llega a su centro educativo, es su problema. Otro tema, que también mencionaré, es que ponga en riesgo la privacidad de terceros.
En primer lugar, creo que es importante distinguir entre el uso profesional y el uso personal de las redes sociales. El uso profesional se refiere a aquel que tiene como objetivo compartir recursos, experiencias, proyectos, investigaciones o buenas prácticas educativas con otros compañeros, con fines de aprendizaje, colaboración o innovación. Este uso me parece legítimo, necesario y enriquecedor, siempre que se respeten los derechos de autor, la privacidad y la protección de datos de los alumnos y las familias, y que se haga con una actitud ética y responsable.
El uso personal, en cambio, se refiere a aquel que tiene como objetivo mostrar la vida privada de los docentes, sus gustos, sus preferencias, sus sentimientos, con fines de entretenimiento, ocio o influencia. Este uso me parece cuestionable y peligroso, ya que puede afectar negativamente a la imagen, la reputación, la credibilidad y la autoridad de los docentes, así como a la confianza, el respeto y la relación con los alumnos, las familias y la comunidad educativa. Salvo, claro está, que uno se gane la vida con ello o, dependa su estado emocional de un like o un nuevo seguidor.
Algunos de los peligros de la sobreexposición mediática de los docentes en las redes sociales serían los siguientes:
- La pérdida de la intimidad y la privacidad, tanto propia como de los allegados, al exponer datos personales, imágenes, vídeos o conversaciones.
- La vulneración de la normativa legal y ética sobre la protección de datos de los alumnos y las familias, al publicar información, fotografías, vídeos o testimonios que pueden afectar a su dignidad, su seguridad, su integridad o su derecho a la educación. Poner pegatinas tras las que aparece un aprobado o un suspenso, jugando con sus notas o, simplemente, reírse de cosas que pasan en el aula de uno, es muy triste. Bueno, triste y posiblemente constitutivo de algún tipo de falta profesional.
- La generación de una imagen distorsionada, superficial o falsa de la realidad educativa, al mostrar solo los aspectos positivos, exitosos o atractivos de la labor docente, omitiendo o minimizando los problemas, los fracasos o los desafíos que se presentan en el día a día de las aulas. O, también existe el caso contrario: el de maximizar ciertas situaciones que se dan en las aulas cuando son casos muy particulares.
- La creación de una dependencia emocional, una baja autoestima o una insatisfacción personal, al buscar la validación, el reconocimiento o la admiración de los seguidores, y al compararse con otros docentes que aparentan tener una vida más feliz, más interesante o más exitosa. Sí, hay docentes que se miden entre ellos en función del número de seguidores y se alegran cada vez que superan un determinado número.
- La desviación de la atención, el tiempo y el esfuerzo de las tareas propias de la profesión docente, al dedicar más recursos a la producción, la edición y la difusión de contenidos para las redes sociales, que a la planificación, la ejecución y la evaluación de las actividades educativas. Bueno, si un presidente del gobierno puede publicar un libro siendo presidente, tampoco es tan complicado que puedan hacerlo los docentes. Pero bueno, más allá de la comparación, lo problemático es ver como hay docentes que usan su jornada laboral para escribir mensajes en las redes sociales, hacer unboxing de sus libros o, simplemente, prefieren ir a dar una charla en horario lectivo que dar clase en primero de ESO.
- La banalización, la trivialización o la mercantilización de la educación, al convertir la labor docente en un espectáculo, un entretenimiento o un negocio, y al priorizar el número de seguidores, los likes, los comentarios o los ingresos, por encima de la calidad, la relevancia, el rigor o el impacto de los contenidos educativos.
Todo esto me causa un gran malestar, como docente. Pero más allá de como docente, como parte de esta sociedad, al ver cómo se degrada, se desvirtúa o se desvaloriza una de las profesiones más importantes y más necesarias para el desarrollo de la sociedad. Creo que los docentes tenemos una gran responsabilidad, no solo con nuestros alumnos, sino también con el resto de la sociedad, de ser ejemplos de coherencia, de integridad, de respeto y de profesionalidad, y de contribuir, con nuestro trabajo y con nuestra actitud, a la mejora de la educación y del mundo. No, no estoy diciendo que los docentes debamos de ser docentes 24/7/365. Estoy diciendo que una sobreexposición mediática de ciertas cosas no tiene ningún sentido.
Por eso, desde aquí me gustaría hacer un llamamiento a los docentes que utilizan las redes sociales, para que lo hagan de forma consciente, crítica y responsable, y para que reflexionen sobre los motivos, los objetivos, los beneficios y los riesgos de su presencia mediática. También me gustaría invitar a los usuarios de las redes sociales, especialmente a los alumnos y las familias, a que sean críticos, selectivos y respetuosos con los contenidos que consumen, y a que valoren a los docentes por su trabajo y su calidad humana, y no por su popularidad, su carisma, su belleza o su simpatía. Es complicado en un contexto en el que todo se valora por la imagen y por lo que se muestra en las redes sociales, pero se puede.
Las redes sociales pueden ser -y son- una herramienta muy útil y poderosa para la educación, si se usan de forma adecuada, ética y pedagógica. Por desgracia, también pueden ser una fuente de problemas, conflictos y decepciones, si se usan de forma inadecuada, egoísta y superficial. Depende de nosotros, como docentes y como usuarios, hacer un buen uso de ellas, y no dejarnos llevar por la sobreexposición mediática, que promocionan los algoritmos que hay tras dichas herramientas, que puede tener consecuencias irreversibles para nuestra vida personal y profesional.
Seguro que me he equivocado en muchas ocasiones en mi uso de las redes sociales. Seguro que lo haré en un futuro. Lo importante es poder reflexionar y pensar si lo que vamos a publicar es realmente relevante o no para nosotros. Y entiendo, como he dicho siempre, que haya docentes que vivan o se saquen un sobresueldo de las redes sociales pero, en ese caso lo único que les pediría, es que lo hicieran al margen de su jornada laboral.
Ahora solo somos una especie condenada a intentar suplir con las redes sociales la vida maravillosa que nos obligan a tener. Algo muchísimo más grave en nuestro alumnado que en los que ya tenemos algunos años. Eso sí, con la misma pulsión exógena por deber ser, en muchas ocasiones, algo que no somos frente a personas con las que jamás nos sentaremos en la misma mesa. Reflexionemos un poco sobre ello. Vale la pena hacerlo. Yo lo acabo de hacer mientras estaba escribiendo esto.
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De acuerdo contigo, yo ya no sigo siendo docente por una enfermedad poco agradable y que conlleva una discapacidad emocional.
Pues yo publico mis sentimientos a manera de denuncia del abandono de las instituciones públicas hacia las personas minusvalidas de España y especialmente Andalucía, no tengo baja autoestima pero hay veces en que estas publicaciones son denuncias ciudadanas. Y absolutamente necesarias para todos. ☺️
Julia Echeverria
Es que una cosa es publicar denuncia o crítica a ciertas cosas (necesario) y otra muy diferente exponerte y exponer al alumnado para promoción personal. No tiene nada que ver. Un saludo y espero que vayas a mejor anímicamente.