Se ha acabado la ficción educativa. Hoy empieza en mi Comunidad, aunque sé que en algunas ya se empezó la semana pasada, la realidad educativa. Esa realidad con alumnado de carne y huesos, sin recetas mágicas que valgan y, por suerte, muy alejada de ese relato que algunos cuentan en las redes sociales o fijan, con frases de popes del pedagogismo, en sus agendas unicornianas.

Hoy nos encontraremos con el Juan, la María, el Kevin, la Aya, el Farouk o aquel alumno de nombre impronunciable que, con suerte, conseguiremos pronunciar a la cuarta con más o menos acierto. Cada uno de ellos con sus características, maneras de trabajar y situaciones de partida. Nos encontraremos a alumnado que no sabe leer a los quince años, a otro que domina inglés a la perfección y a miles que habrán hecho, al igual que hacemos muchos docentes, borrón y cuenta nueva a lo largo de estas vacaciones de verano. Eso sí, a diferencia de lo que defienden algunos, los conocimientos y aprendizajes una vez adquiridos son muy fácilmente recuperables. Por eso es tan importante que sepan cosas. Y que sepan muchas.

Podemos tener en la cabeza la mejor manera de iniciar el curso. Los tutores, seguramente, tendrán montadas unas dinámicas del copón para dar clase. Yo soy tutor por primera vez en veintiséis cursos y no me he preparado nada. ¿Por qué? Pues porque no conozco al alumnado del cual seré tutor y todas esas fichas de autoconocimiento, emociones o «completa la frase con», me parecen una auténtica chorrada. Para mí la función del tutor es ayudar en el aprendizaje y, cómo no, ser el profesional de referencia para los que tengan problemas. Los problemas ya vendrán solos. No hace falta hacer, como posesos, materiales a los que no encuentro ningún sentido. Otra cuestión es enseñar, por si no saben, a subrayar, estudiar o darles estrategias para que aprendan más y mejor. Estrategias que, por cierto, vendrán de la práctica y de la investigación. No de los cuatro tipos que algunos encumbran desde las aulas de las Facultades de Ciencias de la Educación. Aquí la pedagogía del oprimido no sirve de nada. Y tanto Vygotsky como Dewey me la traen al pairo. Bueno, se la trae al pairo a mi alumnado. Un alumnado que no necesita religión pedagogista. Necesita otra cosa.

Algunos hoy seguirán hablando del sexo de los ángeles cuando vuelvan a casa. Nada que ver, seguramente, con lo que han vivido. Otros seguirán intentando vender sus libros o dar consejos acerca de qué es la inclusión cuando, curiosamente, están trabajando en etapas donde la diversidad ya brilla por su ausencia. Eso sí, siendo aplaudidos por cientos de seguidores. Tenemos el fenómeno fan muy interiorizado. Si hasta hay una legión de docentes con TikTok o Instagram que se dedican a publicar vídeos en los que defienden poner en sus aulas al alumnado en una lista «por orden de lo bien que lo hagan». Lo más rancio y nefasto en formato digital. Vistos, compartidos y aplaudidos esos vídeos por miles de papanatas que, o bien no saben qué sucede en sus aulas o, simplemente, nunca han pisado una.

No tengo ganas de empezar. Ya no tenía ganas de hacerlo el uno de septiembre, cuando empieza la previa del partido. En unas horas toca el silbato y empieza la realidad del nuevo curso. Un curso en el que hay muchas aulas y pocas jaulas. Un curso en el que, de nuevo, lo que cuenta es la profesionalidad de los docentes, el día a día, y no lo que decían ciertos popes del pedagogismo o teclean ahora algunos en sus cuentas de redes sociales, muy cómodamente sentados en sillones, sofás o tumbados en la cama.

3,2,…. ¡por favor, que no siga la cuenta atrás!

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