Me siento cada vez más alejado de muchas noticias y soluciones educativas, mediatizadas hasta la saciedad por determinados medios y difundidas, de forma descontrolada, por las redes sociales. No sé si tiene que ver con haber vuelto al aula, irme haciendo mayor o, simplemente, una mezcla de muchas cosas. Cansancio, hastío y realidad a partes iguales. Falto de soluciones efectivas y totalmente desbordado por iniciativas que lo van a cambiar todo. Además, como está muy de moda ahora, va a conseguirse todo sin esfuerzo y gracias a todas esas educaciones emocionales y competenciales. Va, permitidme que me ría. Y que esa risa sea muy triste. Muy, pero que muy triste.

Nadie va a hacer nada para mejorar la educación en este país salvo los docentes de aula, las familias y los propios chavales. No esperemos ayuda de los que solo piden burocracia, de los que se inventan una formación innecesaria para colocar a sus amiguetes o de los que, al final, acaban gestionando solo para los suyos. Como padre y docente sé que no puedo esperar nada de nadie salvo de los docentes que tiene mi hija. Y de mi hija, claro está. A la que voy a apoyar hasta lo indecible porque, lamentablemente, soy de aquellos que no puede darle para un alquiler de cinco mil euros mensuales o regalarle un coche del tope de gama. Por eso, aunque algunos quieran destruir la meritocracia por estar contaminada, es lo único que le queda a mi hija. Sí, lo lamento. Lo único que le queda a mi hija es que dé lo mejor de ella en su aprendizaje. Con todo el esfuerzo que ello supone. Con momentos buenos. Con momentos malos. Y siempre teniéndome a mí, por la parte que me toca, a su lado para apoyarla en lo que pueda. Algo que, por cierto y por desgracia, no tienen un porcentaje demasiado grande de mi alumnado.

La realidad educativa es que las programaciones no sirven de nada. Que cuando un alumno llega a la ESO ya se ha perdido o se ha encontrado mucho antes. Que hay algunos que van a conseguir, con suerte, vivir algo menos bien que sus padres. Que, al final, no queda otra que forzar la maquinaria para que el alumnado aprenda. Que por mucho que haya prácticas educativas que sean segregadoras, la igualdad solo sirve para dejarlos atrás a todos. Que, en definitiva, la sociedad es una mierda y no se va a solucionar solo desde la mejora de la educación. Y mucho menos con las medidas que se van tomando desde las administraciones educativas.

La inclusión es un timo. La coeducación otro que tal baila. La comprensividad, las competencias y cualquier otro constructo de esos que tienen tantos voceros mediáticos es, como mucho comparable al mezclar chorizo en un bocata de Nocilla. A nadie le importa la educación en este país. Incluso a los que nos importa algo e intentamos dar lo mejor de nosotros profesional y familiarmente, ya nos empieza a causar más desasosiego que alegrías. La realidad educativa es para llorar. Los discursos de venta de homeopatía educativa cada vez más habituales. El altruismo mal entendido como concepto perverso. La vocación para encubrir las carencias del sistema. Y ya no digamos las comparativas interesadas con Finlandia, Estonia, Portugal, Singapur o la isla esa que se declaró independiente para permitir eludir impuestos de grandes fortunas. Todo un trampantojo. Intentas cruzar por esa puerta pintada y te das de hostias. De tanta hostia uno al final aprende. Que lo del perro de Pavlov, por muy condicionados que estemos, ya no cuela. Bueno, a mí no me cuela.

La educación no se soluciona con una mejora de ratios. No se soluciona debatiendo sobre asignaturas. No se soluciona con pedagogos de salón. No se soluciona pagando más a los docentes. No se soluciona dando más cursos de formación como los que se están dando. No se soluciona poniendo más tecnología. No se soluciona con más burocracia. No se soluciona, en definitiva, con ninguna medida tomada de forma aislada. Tampoco se soluciona con consensos porque, al final, el consenso acaba siendo el argumento de más de uno para no cambiar nada. Y entre consensos e imposiciones por el bien común hay un gran abanico de posibilidades.

La realidad educativa no es lo que os cuentan algunos en las Facultades de Magisterio. No es lo que leéis en los medios de comunicación. No es lo que ponen en un papel los políticos que la gestionan. La realidad educativa es el conjunto entre alumnado, familias y docentes. Es todo lo que pasa en ese trío que va indisolublemente ligado. Y sí, el taburete de tres patas, si una se esfuma, se cae.

Es más bonito fabular de otras cosas que hablar de la realidad educativa ya que, como bien sabemos algunos, la realidad educativa no vende. Ni se puede hacer negocio con ella. Por eso no interesa a casi nadie.

Disculpad estas líneas. Necesitaba desahogarme.


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